Solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo

Catedral, 29 junio 2014

Celebramos hoy el martirio de los santos apóstoles san Pedro y san Pablo. La fiesta del amor supremo de estos dos hombres a Jesucristo, porque no hay mayor amor que dar la vida por la persona a la que se ama. Y estos dos la dieron por Jesús. Con todo, sería un error pensar que estos dos hombres  fueron siempre discípulos incondicionales y que su amor nunca sufrió el mínimo quebranto o la mínima debilidad. La verdad es que Pedro fue un pobre hombre y Pablo no sólo fue un pobre hombre sino un perseguidor de Jesucristo.

Pedro tenía un gran corazón y amaba apasionadamente a Jesús. Por él lo dejó todo, cuando le llamó a las orillas del lago de Genesaret. Por él estaba dispuesto a ir a la muerte, aunque todos los demás se echaran atrás. Sin embargo, en la noche triste de la Pasión, no sólo fue un cobarde como los demás, sino que fue el único que juró y perjuró que no conocía a Jesús, que no tenía nada que ver con él. Sin embargo, esta secuencia quedó del todo superada en Pentecostés. Hasta el punto de ser capaz de enfrentarse con los dirigentes del pueblo y decirles que se arrepintieran  de haber crucificado a Jesús. Más aún, cuando ellos le prohíben predicar, él les contestó con rotundez: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Y así siguió hasta el final de sus días. Hasta que cayó bajo la espada, en la persecución del emperador romano Nerón.

La historia de Pablo es muy conocida. A diferencia de Pedro, que era inculto y rudo, Pablo era un hombre de letras y un gran intelectual. En su niñez y juventud estudió en Tarso, su ciudad natal, que era la segunda ciudad más cultivada del mundo grecorromano. Más tarde fue a Jerusalén a estudiar Sagrada Escritura y tuvo como maestro al mejor biblista de entonces: Gamaliel.

Pero en su cabeza de fariseo ortodoxo y extremista no cabía un Mesías que hubiera muerto en una cruz, que era el suplicio más infamante de la antigüedad y estaba reservado a los esclavos y asesinos. Él soñaba con un Mesías glorioso, triunfador y que librase a su pueblo de la dominación romana.

Por eso, cuando Pedro y los demás apóstoles proclamaban que Jesús, el que había muerto en una cruz y que luego había resucitado, era el Mesías esperado desde el tiempo de los profetas, se puso en pie de guerra para exterminar lo que él llamaba impostura y sectario. Hasta el punto de no contentarse con eliminar a los cristianos que vivían en Jerusalén sino a los que vivían en Damasco, a cuatro días de distancia a caballo. Fue precisamente en el camino hacia la capital Siria cuando el mismo Crucificado-Resucitado se le hizo encontradizo y le derribó de su soberbia altanera. Y, de gran perseguidor, le cambió en el mejor predicador y en el apóstol por antonomasia de Jesús como único Señor y Salvador.

Queridos hermanos: Es bueno mirarnos en estos dos espejos. Porque nosotros somos con frecuencia tan cobardes como Pedro y, puede ser que, en alguna ocasión, tan fanáticos como Pablo respecto a los cristianos y a la Iglesia. Mirarnos en esos espejos nos ayuda a encontrarnos con el que cambió radicalmente a Pedro y a Pablo y, por tanto, nos puede cambiar también a nosotros y hacernos cristianos de verdad en privado y en público, cuando el viento nos es favorable y cuando hay que nadar contra corriente.

Si Pedro no se hubiera encontrado con Jesús cuando le llamó y, sobre todo, cuando le miró compadecido después de la negación, no hubiera pasado de ser un desconocido pescador de Galilea o un perjuro. Jesús le amó con amor misericordioso y, primero, le eligió para ser apóstol, y, más tarde, para hacerle el principio y fundamento visible de su Iglesia y –lo que es más importante- el primer Papa santo que diera la vida por él.

Si Pablo no se hubiera encontrado con Jesús Resucitado, habría pasado a la historia como un encarnizado perseguidor de los cristianos. El Resucitado le cambió la vida y le hizo capaz de afrontar incontables sufrimientos para llevarle a todos los rincones del mundo Mediterráneo.

No fueron ellos los únicos casos que experimentaron un cambio radical como fruto del encuentro personal con Jesús. Todos conocemos, por ejemplo, los casos de san Agustín, de san Francisco de Asís, de san Juan de Dios y de san Ignacio de Loyola. Todos fueron grandes pecadores y todos son hoy grandes santos. Jesús sigue obrando estos prodigios en nuestros días. Ahora, por ejemplo, conocemos personas a las que Jesús ha sacado, si no de una vida de pecado, sí de una vida superficial y alejada de Dios y de la Iglesia. Entre los que todavía están vivos, podemos recordar a la italiana Alessandra Borghese, hija de una de las mayores fortunas de toda Europa; a las españolas María Vallejo-Nájera y Tamara Falcó, hijas de dos conocidos personajes, y al director  mexicano de cine Eduardo Verástegui.

Desde otra perspectiva, podemos recordar a Asia Bibbi, y a esa mujer joven sudanesa que ha estado en las páginas de todos los periódicos de estos días. Ambas están prisioneras en cárceles inhumanas de Pakistán y Sudán, respectivamente. Asia Bibbi está casada y es madre de cinco hijos; la otra está también casada y acaba de dar a luz en la cárcel a su segunda hija. Una y otra prefieren seguir en la cárcel y, si es preciso, morir antes que renegar de su fe cristiana.

Los ejemplos podrían multiplicarse, porque hoy el cristianismo está siendo perseguido en muchos países del mundo. También en Europa y España, aunque sea de modo solapado, pero no por eso menos real. ¡Es la hora de ser fieles y valientes! Que el martirio de los santos Pedro y Pablo nos alcance del Señor esta gracia y, a la vez, la de no avergonzarnos nunca de ser cristianos ni perder la alegría para anunciar el evangelio.

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