Misa de acción de gracias por el pontificado de Benedicto XVI

Parroquia de S. Lesmes – 28 febrero 2013

«Tú eres Pedro; y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Estas palabras resuenan hoy con una fuerza y claridad muy particulares. Porque en este momento la Iglesia no tiene Papa, ya que Benedicto XVI ha pasado a ser «Papa emérito». Y, por ello, aunque siga siendo obispo y, por supuesto, cristiano, ya no es el Pastor supremo de la Iglesia, ni su principio y fundamento visible de unidad. No obstante, la Iglesia no se ha derrumbado ni se ha venido abajo. La Iglesia continúa existiendo. Sigue teniendo la Palabra de Dios, los sacramentos, la fuerza de la caridad, la presencia de Cristo y del Espíritu.

En sus palabras de despedida en la Plaza de San Pedro, decía ayer Benedicto XVI: «Siempre he sentido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino suya». La Iglesia no es de Pedro ni de sus Sucesores ni de los obispos y sacerdotes, ni de los simples fieles. La Iglesia es de Cristo. Él mismo se lo dijo claramente a Pedro: «Tú eres la piedra sobre la que yo construiré mi Iglesia». «Mi Iglesia», no la tuya ni la de nadie. La Iglesia es de Cristo, porque Cristo la engendró y dio a luz en el lecho del dolor de la Cruz. Allí la hizo Esposa suya y contrajo con ella un matrimonio único y para siempre. Allí la entregó el sacramento del Bautismo para que engendrara nuevos hijos sin cesar. Allí le entregó las arras de la Eucaristía, para que pudiera nutrirse con su Cuerpo y con su Sangre y así tener fuerzas para caminar sin desfallecer en el largo peregrinaje de este mundo hacia el Padre. Allí le convirtió en instrumento de salvación para todos los hombres y mujeres de todos los tiempos.

Cristo es, pues, la verdadera Cabeza, el verdadero cimiento, el verdadero principio de unidad. El Papa –el que sea– no es una Cabeza, un cimiento y un principio alternativo. Cristo y el Papa son la misma Cabeza, el mismo principio y el mismo fundamento. Cristo, invisible; el Papa visible.

Esto ha de llenarnos de fe, de confianza y de amor. Como ha ocurrido en toda la Historia de la Iglesia y en el Pontificado de Benedicto XVI –según reconocía ayer públicamente–, hay «muchos días de sol y suave brisa, días en que la pesca es abundante. Pero también momentos en los que las aguas están muy agitadas y el viento es contrario». Es decir, hay días en los que brilla la santidad de la Iglesia y vienen a ella nuevos hijos, como sucede con las beatificaciones y canonizaciones y cuando reciben el bautismo millares de personas adultas, como sucederá la próxima Pascua. Y días en que el demonio, los poderes políticos, económicos y mediáticos, los escándalos del clero, los pecados de abandono y traición aumentan y llenan de dolor a los pastores y a los fieles. Pero nada ni nadie podrá acabar con la Iglesia. Nada ni nadie impedirá que la Iglesia siga anunciando que Jesucristo ha muerto y resucitado por los hombres y mujeres de nuestro mundo y siga invitando a convertirse y bautizarse y así entrar en esa barca de salvación y llegar a la meta de la Pascua eterna.

Ahora bien, Jesucristo quiere que su Iglesia tenga una persona de carne y hueso que haga sus veces, que sea su Vicario en la tierra, que sea un Pastor que cuide y apaciente a los demás pastores y a las ovejas, que sea un principio y fundamento visible de unidad, que acoge y excluye de su Rebaño con autoridad Suprema, que dictamine qué caminos conducen al Cielo y qué caminos apartan de él. Esa persona es el Papa.

Hasta hace unos minutos ha sido Benedicto XVI; dentro de unos días, alguien cuyo nombre y demás circunstancias personales desconocemos en este momento. Esto es lo que justifica que ahora estemos reactualizando lo que vivió la primera comunidad cristiana –la Iglesia madre– de Jerusalén. Estamos, en efecto, reunidos para escuchar la Palabra que nos ha sido trasmitida por la Tradición Apostólica de los legítimos pastores, en íntima fraternidad de fe y de vida, celebrando la Eucaristía y orando a Dios intensamente. Si no hiciéramos esto, Jesucristo no estaría contento de nosotros y seríamos unos desagradecidos.

Porque Benedicto XVI ha sido un Papa cuyo Pontificado no ha sido largo en años pero ha sido fecundísimo en frutos. Con su ejemplo y con su palabra, nos ha llevado a las cosas esenciales, como éstas: que existe un Dios Personal, que ese Dios es amor y nos ama a cada uno entrañablemente; que ser cristiano no es una decisión ética sino el encuentro con una Persona, Jesucristo, que cambia el horizonte de la vida y la da un nuevo y radical sentido; que la Eucaristía es la fuente de la que mana continuamente la vida y el ser mismo de la Iglesia; que la fuerza de la Iglesia no es el dinero ni el poder sino la humildad; que el dinamismo de la Iglesia no depende primordialmente de la acción sino de la oración; que la fe y la razón no sólo no se excluyen sin que se reclaman y necesitan mutuamente. Demos, pues, gracias a Dios. Sí, muchas, muchísimas gracias.

Además, no podemos olvidar que si es verdad que Benedicto XVI no llevará ya sobre sus hombros el ministerio de gobernar a la Iglesia, eso no significa que se despreocupe de la Iglesia. Él mismo lo decía ayer en estos términos: «Ya no llevaré la potestad de gobierno de la Iglesia, pero permanezco en el servicio de la oración […], continuaré acompañando el camino de la Iglesia con mi oración y mi reflexión, con la dedicación al Señor y a su Esposa que he tratado de vivir durante toda mi vida y quiero seguir viviendo hasta el fin». Como él mismo ha dicho, no vuelve a su vida privada, como vuelven los que se jubilan: «No vuelvo a la vida privada, a viajes, reuniones, recepciones, etcétera. No abandono la cruz, sino que permanezco junto al Señor Crucificado». ¡Qué fe y qué amor tan inmensos! Demos gracias a Dios.

Pero esta acción de gracias para que sea completa, ha de ser el comienzo de un río de oración que vaya creciendo hasta desbordarse, mientras llega el momento de la elección del nuevo Papa. El mismo Benedicto XVI nos ha pedido reiteradamente y nos lo pidió ayer de modo muy solemne que acudamos a Dios para pedirle que le ayude a él en este tramo final de su vida, y –son sus palabras– «especialmente por los Cardenales que tienen el grave deber» de elegir un nuevo sucesor de San Pedro; y por el nuevo Papa que salga elegido. Pidamos con insistencia, bien unidos a la Santísima Virgen, que los cardenales electores sean muy dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo y así nos den el Papa que necesitamos para hacer frente a los grandes desafíos intraeclesiales y del mundo actual.

Ponemos esta petición en la patena de esta eucaristía, para que el Pastor de los Pastores y el Salvador de todos los hombres la presente ante el Padre por nosotros. Amén.

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