Solemnidad de los santos Apóstoles Pedro y Pablo

Catedral – 29 junio 2013

Celebramos hoy el martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo. Uno y otro son figuras señeras de la Iglesia. Pedro lo es por la preeminencia que el mismo Cristo le confirió en su Iglesia y Pablo por la misión que recibió del mismo Jesús de anunciar el Evangelio a los gentiles. Uno y otro alcanzaron la meta del martirio y lo hicieron en la misma ciudad –Roma– y durante el mismo periodo: bajo el imperio de Nerón. Sin embargo, fue muy diferente el martirio de cada uno de ellos. Pedro fue crucificado con la cabeza hacia abajo; Pablo, fue degollado. Los dos se encuentran enterrados en Roma. San Pedro en la Basílica de San Pedro en el Vaticano; san Pablo, en la Basílica de san Pablo Extramuros. La Iglesia ha querido juntar su fiesta en el mismo día, porque si Pedro fue el primero en confesar la fe verdadera en Jesucristo, Pablo fue el maestro insigne que la extendió a todas las gentes; Pedro fue el que fundó la primera comunidad cristiana, Pablo fue el que sembró con ellas el mundo entero.

Detengámonos un poco en glosar la preeminencia de Pedro en la Iglesia y la misión apostólica de Pablo. La preeminencia de Pedro aparece con toda claridad en el Evangelio que hemos proclamado hace unos momentos. Jesús –que se encuentra en Cesarea de Filipo, una región fuera de los confines de Palestina– en un momento concreto de aquella correría apostólica, se detiene en el camino y pregunta a los apóstoles qué opina la gente de él. Las respuestas son muy halagadoras. Para unos es Elías, el más grande de los profetas del Antiguo Testamento; para otros, es Juan el Bautista, el más grande nacido de mujer; para otros, en fin, un profeta que habla en nombre de Yahvé.

Jesús no se queda satisfecho. Por eso, se dirige a ellos y les pregunta. Bien, eso dice la gente de Mí. «¿Y vosotros, quién decís que soy Yo?» Pedro toma la palabra y en nombre de los Doce responde: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Acto seguido Jesús pronuncia sobre él estas palabras: «Pues yo, a mi vez, te digo a ti: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo».

Las tres metáforas que usa Jesús son muy claras. Pedro será el cimiento, la roca sobre el que se apoyará el edificio de la Iglesia; tendrá las llaves del reino de los cielos para abrir y cerrar a quien le parezca oportuno; podrá atar y desatar, es decir, podrá decidir lo que considere necesario para la vida de la Iglesia, que es y sigue siendo la Iglesia de Cristo.

Hoy es una promesa. Lo expresan los tres verbos en futuro: edificaré, te daré, atarás o desatarás. Habrá otro momento en el que esta promesa se cumpla. Eso acontece pocos días después de la Resurrección. Estando en Galilea, junto al lago en el que Pedro había desarrollado su actividad de pescador, Jesús le dice en tono absolutamente solemne: «¿Pedro, me amas? Sí, Señor. Pues apacienta mis ovejas». Luego repite la pregunta y escucha la misma respuesta, y Jesús vuelve a repetir: «apacienta mis corderos». Jesús sigue insistiendo: «Pedro ¿me amas?» Y Pedro se pone triste y dice con tanta verdad como pena: Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero. Y Jesús le responde de nuevo: «apacienta mis corderos». El redil es la Iglesia; los corderos y las ovejas, son los que creerán en Jesús a lo largo de los siglos. Pedro ha sido constituido Pastor supremo, Pastor de Pastores.

¿Por qué Pedro se puso triste, cuando Jesús le preguntó por tercera vez si le amaba? Porque aquel Pedro que había alardeado de dar la vida por él y de no abandonarle nunca, aunque todos los hicieran, había tenido la experiencia de su debilidad en la noche de la traición. Él, y sólo él, negó al Maestro. Todos fueron cobardes y huyeron, pero él fue el único que cometió el terrible pecado de traicionar a Jesús. Jesús podía haberle retirado su confianza y privarle de lo que le había prometido, pues se había hecho indigno de merecer tal distinción. Pedro volvió sobre sus pasos, reconoció su pecado, lloró amargamente y continuó al lado de Jesús con entusiasmo. Superó la prueba de la fe, abandonándose a Él. Aprendió que también él es débil y necesita perdón. Por eso, tras el arrepentimiento liberador y tras el llanto de contrición, ya está preparado para su misión. Desde aquel día Pedro siguió al Maestro con la conciencia clara de su fragilidad. Del ingenuo entusiasmo de la adhesión inicial, Pedro pasó a fiarse completamente de Jesús a través de la experiencia de su debilidad y de su contrición. Un día, ya próximo a su martirio, escribirá en una de sus cartas: «He sido testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse» (1Pe 5, 1).

Algo semejante ocurrió con la otra figura que celebramos hoy: san Pablo. Todos conocemos su historia. Durante años fue un acérrimo enemigo de los que seguían a Jesucristo. No contento con apresar y encarcelar a los que vivían en Jerusalén, pedía cartas comendaticias al sumo Sacerdote para ir hasta la lejana Damasco, en Siria, para hacer lo mismo con los que vivían en aquella región. Pero Jesús tuvo misericordia con su perseguidor, salió a su encuentro y le trasformó en el gran apóstol de todos los tiempos. No le resultó fácil a Pablo cumplir la misión de anunciar el evangelio. Pero fue inasequible al desaliento a la hora de anunciar el mensaje de salvación.

Lo describe él mismo en la segunda carta a los fieles de Corinto, cuando narra las dificultades, peligros y ultrajes que tuvo que sufrir por Jesucristo. He aquí su impresionante testimonio: «Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno; tres veces me azotaron con varas; una, fui apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé náufrago en altar mar. En mis repetidos viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en la ciudad, peligros en el campo; trabajos y fatigas, vigilias frecuentes, hambre y sed, frío y desnudez».

No obstante, al final de su vida, cuando ya está prisionero en Roma para ser ejecutado, escribe así a su fiel discípulo Timoteo, tal y como nos ha recordado la segunda lectura: «Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día».

Queridos hermanos: ¡Qué ejemplo para nosotros cristianos europeos del siglo XXI, para que sepamos ser valientes en la confesión de nuestra fe y sin miedo a ir contracorriente! Sí, contracorriente. Porque si nos dejamos llevar de lo que hoy está en el ambiente: ni sabremos apreciar el amor limpio y fiel del noviazgo y del matrimonio, ni saber divertirse sin drogas o alcohol, ni preocuparse de los demás, ni respetar la vida del débil o del no-nacido, ni ejercer la profesión oponiéndonos a toda corrupción.

Por eso, permitidme que haga mías estas palabras que el Papa Francisco dirigió a los jóvenes en Roma, el pasado 23 de este mes: «Jóvenes, a vosotros os digo: No tengáis miedo. Debemos ir contracorriente. Vosotros, como jóvenes, debéis de ser los primeros. Id contracorriente. Tened la valentía de ir contracorriente. ¡Sentíos orgullosos de hacerlo!». Sólo añadiría esto: «El día de mañana no os pesará haberlo hecho, no os arrepentiréis de haberos rebelado contra un mundo que nos quiere hacer esclavos en el modo de pensar y en el modo de actuar».

Que Santa María la Mayor bendiga vuestro amor limpio y noble, y que os ayude a estar felices y contentos de seguir a su Hijo Jesucristo, que luego se hará presente en las especies eucarísticas del pan y del vino.

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