Roma, capital de la familia
Cope – 3 noviembre 2013
La semana pasada han tenido lugar en Roma dos importantes acontecimientos eclesiales. El primero fue la reunión de la Plenaria del Pontificio Consejo para la Familia, de la que formo parte, y en cuyas sesiones pude participar muy de cerca. El segundo fue la Peregrinación Mundial de la Familia, con motivo del Año de la Fe, a punto ya de clausurarse. También pude participar, tanto en la celebración festiva del sábado por la tarde en la Plaza de San Pedro, como en la misa que el Papa celebró allí el domingo siguiente por la mañana, ante una muchedumbre que llenaba toda la Plaza y la Via Conciliazione, y en la que tuve la suerte de poder concelebrar en unión con otros muchos obispos. Roma ha sido, por tanto, una especie de capital mundial de la familia.
Como es fácil de imaginar, es difícil resumir en unas líneas la crónica de ambos acontecimientos. Puesto a elegir, me quedo con el discurso que el Papa Francisco nos dirigió al final de las sesiones de la Plenaria. «Se podría decir que la familia es el motor del mundo y de la historia», dijo el Papa apenas al inicio. Efectivamente, la familia es una comunidad –la primera comunidad– de personas donde se aprende a amar y se trasmite y cuida la vida. Está hecha de rostros, de personas que aman, dialogan, se sacrifican unas por otras y se preocupan de la vida, especialmente de la más frágil. La familia es también el ámbito en el que se aprende el arte de la comunicación interpersonal, se toma conciencia de la propia dignidad, se trasmite y aprende la fe. Por eso, «hemos de defender los derechos de esta comunidad y habéis hecho muy bien –nos decía a nosotros– en prestar una atención especial a la «Carta de los Derechos de la Familia, que se presentó hace ahora treinta años».
También estuvo especialmente cercano al día a día del Matrimonio. «Hay problemas en el Matrimonio, dijo; pues hay diversos puntos de vista, celotipias y se riñe. Pero hay que decir a los jóvenes esposos que no terminen el día sin hacer las paces. En ese momento, el sacramento del matrimonio viene renovado». También fueron muy sentidas las palabras en las que el Papa invitaba a los esposos a «jugar con los hijos», a «perder el tiempo con los hijos». Y otro tanto ocurrió cuando habló de los ancianos, de los abuelos. «Niños y ancianos representan los dos polos de la vida. Una sociedad que abandona a los niños y que margina a los ancianos corta sus raíces y cierra su futuro».
Del discurso en la celebración vespertina en la Plaza de san Pedro, con decenas de miles de familias, me impresionaron especialmente –quizás porque es lo que yo más he estudiado– las palabras en las que glosó la entrega mutua que hacen el esposo y la esposa en el momento de contraer matrimonio. Fueron palabras muy verdaderas y emotivas. «Los esposos en aquel momento no saben lo que ocurrirá, desconocen las alegrías y penas que les aguardan. Parten como Abrahán, se ponen juntos en camino. Partir y caminar juntos, agarrados de la mano y confiándose a la gran mano del Señor». Y se dicen: «Prometo serte fiel siempre, en la alegría y el dolor, en la salud y en la enfermedad, y amarte y respetarte todos los días de mi vida». ¡Esto es el matrimonio! «Caminar juntos de la mano, siempre y para toda la vida. Sin hacer caso de la cultura de lo provisional, que nos corta la vida en pedazos».
Pero este es un ideal que supera las fuerzas de los esposos, si no cuentan con la ayuda de Dios. Los matrimonios cristianos no pueden ser ingenuos ni desconocer los problemas y peligros de la vida. No obstante, esto no puede ser óbice para asumir la propia responsabilidad ante Dios y ante la Iglesia. Para esto se requiere la gracia del sacramento, entendido no como una ceremonia bonita y una fiesta hermosa, sino como una fuente de la que mana la gracia para caminar juntos durante toda la vida.