Salir al encuentro de la pobreza material, moral y espiritual
El próximo miércoles comienza la Cuaresma. Y, como ya es habitual, el Papa ha dirigido a los católicos un mensaje para ayudarnos a vivir este tiempo según quiere la Iglesia. Lo que el Papa Francisco nos propone es “mirar las miserias de los hermanos, hacernos cargo de ellas y realizar obras concretas para aliviarlas”, tomando como ejemplo a Jesucristo, el buen samaritano que se acercó al hombre que todos habían abandonado medio muerto al borde del camino.
Las “miserias” del hombre de nuestro tiempo, de las que hemos de hacernos cargo y tratar de remediar, son de tres clases: la miseria material, la miseria moral y la miseria espiritual.
La miseria material es la que solemos llamar “pobreza”. Afecta a cuantos viven en situaciones indignas del hombre. Por desgracia son muchas. El Papa enumera algunas: estar privados de los derechos fundamentales y de los bienes de primera necesidad, como son la comida, el agua, las condiciones higiénicas, el trabajo, la posibilidad de desarrollo y de crecimiento cultural. Frente a esta miseria podemos realizar dos grandes acciones. Por una parte, responder a esas necesidades y curar esas heridas, siendo conscientes de que “amando y ayudando a los pobres, ayudamos y amamos a Cristo”. Además, ir a las causas que las provocan y encontrar el modo de que cesen la violación de la dignidad humana, las discriminaciones y los abusos. Hay que destronar los ídolos del poder, del lujo y del dinero que se anteponen en tantos casos a la justa distribución de la riqueza y son causa de la miseria material de tanta gente.
La miseria moral consiste en hacerse esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven angustiadas por la presencia en alguno de sus miembros del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía! Y ¡cuántas personas han perdido el sentido de la vida y viven sin esperanza!
La miseria espiritual “nos golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor”. Esta es la más grave de todas y está en la base de las otras dos. Para remediarla, el Papa nos ofrece “el antídoto” del Evangelio. Esta medicina ha de ser llevada por todos los cristianos a los más diversos ambientes. Hay que hacer resonar en los oídos de todas las personas con quienes nos cruzamos en la vida “el anuncio liberador de que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más grande que nuestro pecado y nos ama gratuitamente. El Señor nos invita a anunciar con gozo este mensaje de misericordia y esperanza”. En el fondo, se trata de seguir las huellas de Cristo, que fue en busca de los pobres y de los pecadores con amor. Unidos a Él “podemos abrir con valentía nuevos caminos de evangelización y promoción humana”.
El panorama, por tanto, no puede ser más esperanzador y estimulante. Ciertamente, es un panorama exigente y costoso, porque hay que “despojarse” de uno mismo y de sus cosas para imitar a Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza. Por eso, me parece sumamente sugerente este consejo con el que el Papa cierra su mensaje: “Nos hará bien preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer a otros con nuestra pobreza. No olvidemos que la verdadera pobreza duele: no sería válido el despojo sin esta dimensión penitencial. Desconfío de la limosna que no cuesta y no duele”.
¡Cuánto me agradaría que la Cuaresma de este año fuese un tiempo fuerte de gracia en el que muchos volviesen a casa –retornasen a Dios y a la práctica religiosa-, y tocase nuestro bolsillo para ayudar eficazmente a los que lo están pasando mal!