Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

Homilía del arzobispo de Burgos, en el Domingo de Ramos · Catedral, domingo 29 marzo 2015

 

Acabamos de escuchar el relato impresionante de la Pasión. En él han ido desfilando las pasiones más viles de los hombres: el odio de los dirigentes político-religiosos judíos; la cobardía interesada del político Pilato; la despersonalización de las masas, manipuladas por los agitadores de turno; la blasfemia del no creyente, que increpa a Jesús desde la cruz; la traición de los amigos más íntimos: Pedro y Judas; el abandono de los que huyen cuando han de dar la cara; la burla blasfema de los enemigos; la injusticia de unos jueces que llegan a condenar a muerte no sólo al que es inocente e indefenso, sino la misma justicia.

 

Pero en la Pasión no sólo se dan cita los peores sentimientos de los hombres. También aparecen sus sentimientos más grandes y más dignos: la fe incipiente de un condenado a muerte que pide a Cristo que se acuerde de él cuando llegue a su reino; y, sobre todo, la confesión de fe del centurión romano que certifica la verdad de quién es el que está clavado en la Cruz: “Realmente éste era hijo de Dios”.

 

Pero la Pasión no tiene como protagonistas las vilezas y grandezas de los hombres. El gran protagonista es el amor de Dios Padre y el amor de Dios Hijo. De Dios Padre, que ama tanto al mundo que no duda en entregar a su propio y único Hijo para que lo salve. Y el amor del Hijo, que pone su vida en las manos del Padre para ser el instrumento para redimir y salvar a los hombres. Por eso, el gran teólogo de la Cruz de Cristo -que fue san Pablo-, compendió toda la Pasión  en una frase que todos nosotros hemos de repetir muchas veces durante estos días y a lo largo de nuestra vida: “Me amó y se entregó a la muerte por mí”; se entregó a la muerte por mis pecados, se entregó a la muerte para hacerme hijo de Dios, se entregó a la muerte para librarme de la muerte eterna y abrirme las puertas del cielo.

 

Pero la Pasión de Cristo no termina con la lectura del relato de san Marcos que la liturgia nos ha ofrecido hoy. Hay otra historia de la Pasión y otro relato que continúa en los discípulos de Jesús. Esos discípulos que son asesinados en Pakistán, India o África sin que el mundo civilizado reaccione; esos discípulos que están incluidos en las listas negras de los excluidos sociales, para que no puedan influir en los destinos de los pueblos; esos discípulos que son perseguidos por el laicismo militante de una Europa que ha traicionado sus orígenes cristianos y malgastado su rica herencia cultural y religiosa; esos discípulos –en fin- que no pueden llegar a serlo visiblemente, porque son eliminados antes de ver la luz.

 

La Pasión de Cristo –la que tuvo lugar hace dos mil años y la que está teniendo lugar en nuestros días- es, por tanto, una fuerte llamada a nuestro corazón, para que nos abramos a la misericordia y al amor de Dios, lloremos nuestros pecados en el sacramento de la Penitencia y emprendamos una vida que sea cristiana de verdad. Es también una llamada imperiosa a despertar del letargo en que nos ha sumido esta sociedad del bienestar y una invitación apremiante a salir a todas las encrucijadas del dolor de nuestros hermanos. Vosotros, queridos niños, habéis aclamado con vuestra presencia los vítores y cantos de los niños hebreos. Seguid acompañando a Jesús yendo a las misas y procesiones de estos días de Semana Santa y ayudando a algún niño que esté enfermo, triste o abandonado.

 

Hermanos: salgamos de esta celebración con estos dos propósitos: acercarnos al sacramento de la Penitencia, para que lleguen hasta nosotros los frutos de la Pasión; y repitiendo despacio y con confianza: ¡Dios mío, cuánto me amas, cuánto has hecho por mí: gracias, perdón y ayúdame todavía más para que sea un verdadero discípulo tuyo.

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