Misa retransmitida por TV 2

Palazuelos de Muñó – 3 febrero 2013

El evangelio que acabamos de escuchar se sitúa en el mismo escenario del domingo pasado: la sinagoga de Nazaret, el pueblo donde Jesús vivió la casi totalidad de su existencia terrena. Jesús ha desenrollado el libro de Isaías y comentado que él es ese Mesías que anuncia el Profeta y el esperado desde hacía siglos. Ellos se admiran y sorprenden de la elocuencia de sus palabras. Pero quieren algo más. Aunque no lo dicen explícitamente, detrás de la pregunta «¿No este el hijo de José?», lo que ellos se cuestionan es esto: ¿Cómo puede ser el enviado de Dios, quien ha vivido con nosotros de un modo tan sencillo? ¿Cómo podemos creer esto? Necesitan algo más que palabras. Lo que ellos quieren es un milagro que lo acredite; quieren que Jesús haga en su pueblo lo mismo que dicen que ha hecho en Cafarnaún. Quieren, por tanto, poner condiciones y decirle a Jesús lo que tiene que hacer.

Jesús apela entonces a Elías y a Eliseo, dos grandes y auténticos profetas para Israel. Y les dice: Dios envió a Elías no a una viuda israelita para librarla de morir de hambre, sino a una pagana; y no envió a Eliseo a curar a un leproso israelita sino al pagano general Naamán. Con estos dos ejemplos Jesús quiere expresar dos cosas. Por una parte, que no acepta exigencias de nadie, ni siquiera de sus paisanos. Su única norma es el Padre: lo que le mande, lo cumplirá. Por otra parte, quiere descubrirles un gran secreto: Él no sólo ha sido enviado al Pueblo de Israel sino a todos los hombres.

En este momento, sus oyentes reaccionan violentamente y le expresan de diverso modo su radical rechazo. Concretamente, se ponen furiosos, le empujan fuera de la ciudad y quieren matarlo. Piensan que las palabras de Jesús son tan falsas que sólo cabe una reacción: eliminarlo. Todavía no ha llegado la hora de que esto ocurra, y Jesús se escabulle: «se abrió paso entre ellos y se alejaba», señala el evangelio. Lo que al principio de su ministerio no pasa de ser un proyecto, al final se hará realidad: Jesús será echado fuera de la ciudad de Jerusalén y, como ha llegado su hora, se dejará matar y morirá crucificado. Pero así demostrará que era el enviado de Dios, el Mesías, el Salvador y Redentor de los hombres.

Lo que ocurre, por tanto, en Nazaret es un esbozo programático de toda la obra y de todo el destino de Jesús. En el centro de su obra está el anuncio, la palabra. Se trata de reconocerle como el enviado de Dios. Pero hay que hacerlo sin poner condiciones; fiados únicamente de su palabra, de su testimonio. Los habitantes de Nazaret no quieren saber nada de un mensajero como éste. Rechazando a Jesús, ellos inician el proceso de un rechazo que culminará con la muerte de la cruz. Ellos rechazan un Mesías que no emplea su poder para realizar una salvación terrena. Pero a pesar de todos los rechazos, Jesús alcanza su meta, que es también la nuestra. Gracias al rechazo sumo de la Cruz, en la Cruz ha vencido al pecado y a la muerte, y nosotros hemos alcanzado la reconciliación con Dios.

La reacción de los paisanos de Jesús no ha perdido actualidad. Al contrario, España y, en general, Europa son Nazaret. Jesús ha vivido aquí como en su propia casa durante siglos. Desde algunas décadas lo estamos empujando fuera de los ámbitos cruciales de la sociedad: la familia, la escuela, la cultura, las relaciones interpersonales. El resultado ya está ahí: destrucción masiva de matrimonios por el divorcio exprés, decenas de miles de abortos anuales, corrupción generalizada, incluso en las instancia más altas de la sociedad y del Estado, millones de personas condenadas al paro y a la pobreza, diferencias cada vez más acusadas entre pobres y ricos, padres y madres que sufren el desamor de sus hijos, y un largo etcétera.

Queridos hermanos: no rechacemos a Cristo. Al contrario, abramos a Cristo las puertas de nuestra vida personal, familiar, profesional y social; las puertas de nuestros proyectos, de nuestras preocupaciones, de nuestros problemas. Acojamos su apremiante insistencia a que nos queramos como hermanos y a que nos ayudemos de verdad, especialmente en los momentos de agobio espiritual y material. Sin Dios, las sociedades y las personas no tienen futuro. Con Dios quizás no eliminemos los problemas y las dificultades, pero tendremos un horizonte más esperanzador y una vida más positiva; y, al final de nuestra existencia, se abrirá para nosotros la ventana de la felicidad eterna del Cielo.

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