Miércoles de Ceniza
Catedral – 13 febrero 2013
Con esta celebración iniciamos el tiempo de la Cuaresma; tiempo especial en el que Dios nos concede su gracia y su ayuda de modo muy abundante, para que sigamos más de cerca de Jesucristo, escuchemos su Palabra y aceptemos su llamada a reconciliarnos. Si recorremos bien este itinerario de cuarenta días que hoy comenzamos, al final habremos muerto al pecado y podremos celebrar con gozo la Pascua de Resurrección, meta última de todo este largo itinerario.
El rito de la bendición e imposición de la ceniza nos introduce de lleno en el sentido de la Cuaresma. Este gesto era muy común en la cultura judía, y estaba unido con frecuencia a vestirse de saco o andrajos, como expresión de penitencia. Para nosotros, los cristianos, es esencialmente un gesto de humildad. Es algo así como decir: reconozco que soy una criatura débil, hecha de tierra y destinada a la tierra, pero hecha también a imagen de Dios y destinada a él. Soy polvo, pero polvo plasmado por amor, capaz de reconocer la voz de mi Creador y responder a sus llamadas; pero capaz también de desobedecerle, porque soy libre, y puedo ceder a la tentación de orgullo y autosuficiencia. Más aún, reconozco que he cedido muchas veces a esta tentación. Por eso acepto la ceniza sobre mi cabeza como señal de mi retorno a Ti y como expresión de mi deseo de iniciar una vida nueva.
Las lecturas que hemos proclamado insisten en el mismo mensaje. «Convertíos a Mí de todo corazón», nos decía el profeta Joel. No se trata de una conversión superficial y transitoria sino de un itinerario espiritual que afecta en profundidad a las actitudes de la conciencia y lleva consigo un sincero propósito de enmienda. Es una invitación a la penitencia interior, a rasgar el corazón, no las vestiduras. Se trata, por tanto, de convertirnos a Dios, de volver a Dios. Hoy somos nosotros quienes recibimos la llamada a convertirnos al Señor. Él nos sigue ofreciendo su perdón.
Esta llamada tiene especial vigencia en este momento en España. No nos ha ido bien –no nos está yendo bien– alejarnos de la casa paterna, del regazo de nuestra madre la Iglesia. Nos va mal en el matrimonio –con tanto dolor por causa del divorcio–; nos va mal en la familia –nacen pocos hijos y la población está cada vez más envejecida y pone en peligro el bienestar de las próximas generaciones–; nos va mal en la economía –tantos millones de parados por la crisis económica y financiera, cuyas raíces más profundas son éticas–; nos va mal en la vida política y judicial –con tanta de corrupción–; nos va mal en el cultivo y promoción de los valores permanentes: la verdad, la justicia, la solidaridad, la honradez, el esfuerzo, el respeto a los mayores; nos va mal en la fe en Dios, pues son tantos los que se han alejado de la fe y de la práctica religiosa.
Este panorama no es, sin embargo, desolador y sin esperanza. No lo es, porque para salir de él basta que escuchemos lo que nos decía san Pablo, es decir: que nos reconciliemos, que volvamos a casa, que volvamos a Dios. Una persona que ha sufrido un infarto o un accidente aparatoso y que está en la UVI se encuentra en una situación difícil pero no desesperada, pues la inmensa mayoría no sólo salen de la UVI sino que vuelven a llevar una vida más o menos normal. Nosotros estamos en una UVI espiritual, pero tenemos remedio. Porque Dios es el mejor médico y el mejor cirujano. Basta que le pidamos perdón de nuestros pecados en el sacramento de la Penitencia y hagamos el propósito de comenzar de nuevo. El apóstol nos apremia: «Ahora es el tiempo favorable, ahora es el tiempo de la salvación». Pensemos, además, que para mucha gente de hoy, los cristianos somos el único Evangelio que todavía leen. He aquí nuestra responsabilidad y un motivo más para convertirnos y dar testimonio de vida en un mundo que necesita volver urgentemente a Dios.
El Evangelio nos ha presentado tres grandes medios para esta vuelta a Dios: la limosna, la oración y el ayuno. Eran las tres acciones que caracterizaban al judío observante de la Ley de Moisés. Jesús las hace suyas, pero haciendo una relectura. Jesús pone de manifiesto una tentación común a estas tres obras de misericordia. La tentación de hacerlas por el deseo de ser admirados y estimados. «Para ser vistos», dice el Evangelio. Jesús, por tanto, no sólo pide que se hagan sino que esas tres acciones nos lleven a amar más a Dios y al prójimo y que se conviertan en camino de conversión. La limosna, la oración y el ayuno son el camino de la pedagogía divina que nos acompaña hacia el encuentro con el Resucitado.
Queridos hermanos: cuarenta días nos separan de la Pascua. Durante ellos, escuchemos más la Palabra de Dios, intensifiquemos la oración, ayudemos con nuestras limosnas a tantos hermanos nuestros que lo están pasando mal, volvamos a Dios mediante una confesión contrita. Mañana, los sacerdotes de toda la diócesis realizaremos una solemne liturgia penitencial, en la que confesaremos nuestros pecados. Todos –también nosotros–, necesitamos la mirada misericordiosa de Dios. Queridos hermanos: haced vosotros el firme propósito de confesaros a lo largo de esta Cuaresma para que nuestro Padre Dios pueda daros el abrazo de su perdón e invitaros al banquete de bodas de la Eucaristía. Amén.