125 aniversario de la Adoración Nocturna

por administrador,

Catedral – 4 mayo 2013

1. La ausencia física de Jesús en medio de los suyos fue siempre un problema para los cristianos, sobre todo para los apóstoles y los primeros discípulos tan marcados por la experiencia vital del Maestro.

Muchas eran las preguntas que podían hacerse: ¿Cómo continuar su obra? ¿Cómo escuchar su palabra? ¿Cómo hacer frente a los problemas y dificultades que seguramente se suscitarían con el correr del tiempo? ¿Cómo interpretar correctamente sus palabras y darles el sentido exacto? ¿Y cómo organizar una comunidad que apenas estaba esbozada al morir su fundador?

Y el evangelista Juan, preocupado por esta comunidad cristiana que debe ser la prolongación de Cristo en el tiempo y en el espacio, nos da una respuesta: es el don del Espíritu Santo el que completará la obra de Jesús. Juan y Lucas son los dos evangelistas que subrayan constantemente la obra del Espíritu en la comunidad cristiana. Acercándonos ya inmediatamente a la celebración de la Ascensión del Señor y a Pentecostés, no nos extrañemos de que la liturgia incline hoy nuestra mirada hacia el Espíritu Santo que debe jugar un papel tan importante en la dinámica de la comunidad cristiana. Como sucede en estos domingos, mientras el Evangelio de Juan nos presenta el postulado teórico de la cuestión, el libro de los Hechos nos da la visión pragmática desde ciertas situaciones concretas.

Jesús se va al Padre y siente la preocupación de los apóstoles por esa ausencia que puede ser también una ruptura. Por eso les dice: «Os he hablado ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito [o Abogado], el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho». El Espíritu Santo es el espíritu de la verdad, el que enseñará todo y recordará lo enseñado por Jesús. Este enseñar y recordar todo tiene un valor muy especial: el Espíritu no agrega palabras a las de Cristo, sino que las recuerda, es decir, las vuelve a la superficie, las hace actuales de tal modo que cada comunidad cristiana tenga en ellas el criterio para resolver sus problemas y conflictos.

Recordar las palabras de Jesús es mucho más que acordarse con la memoria, como hacen los niños en la escuela; es hacer presente aquí y ahora el mensaje de Cristo que se dirige al hombre concreto de hoy que tiene preocupaciones propias y peculiares. A Jesús no lo podemos recordar como un simple personaje del pasado, ni sus palabras se han quedado petrificadas en las páginas del Nuevo Testamento. Cristo Resucitado está viviente en la comunidad y sus palabras tienen valor si son algo vivo para cada circunstancia. Por lo tanto, recordarlo es hacer que nuestra vida, nuestra conducta, nuestra vida comunitaria, nuestra relación con el mundo, etc., estén orientados por el Espíritu de Cristo y de su evangelio.

La comunidad cristiana debe estar en permanente alerta y en constante escucha del Espíritu, con un corazón abierto y disponible para que toda la palabra de Jesús sea reflexionada y vivida. Pero si la comunidad eclesial se cierra al Espíritu y se instala en una posición cómoda y fija, para no tener que ver tantas cosas nuevas como nos obligan a rehacer nuestros esquemas mentales, entonces sí que la decadencia de la Iglesia es inevitable y ella deja de ser fermento de verdad en el mundo. Y alguien preguntará: ¿Y cómo se manifiesta el Espíritu cuando una seria crisis se hace sentir en la Iglesia? El texto de los Hechos nos da una respuesta sugestiva…

2. La primera lectura de hoy se refiere a lo que tradicionalmente es conocido como «el Concilio de Jerusalén», acaecido aproximadamente hacia el año 49, unos veinte años después de la muerte de Jesús. La Iglesia se enfrenta por entonces con su primera gran crisis interna, una crisis que está a punto de provocar la ruptura. El motivo ya lo conocemos: Pablo y Bernabé, durante su primer viaje misionero por el Asia Menor, habían bautizado a los paganos que querían abrazar la fe, sin obligarlos al rito de la circuncisión y a otras prácticas propias de los judíos. Aquello fue una novedad tan sonada, que eminentes cristianos judaizantes, sobre todo los venidos del fariseísmo, e incluso el influyente pariente de Jesús, Santiago, al frente de la Iglesia de Jerusalén, reaccionaron con todas sus energías. Como dice Lucas: «Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé», por lo que se decidió hacer en última instancia una consulta a Jerusalén con todos los notables de la Iglesia, entre ellos Pedro, Santiago y Juan, como recuerda el mismo Pablo en la Carta a los gálatas (2,9).

Así tuvo lugar aquella memorable reunión. El Concilio llegó a una conclusión común, expresada, según Lucas, en una carta que se redactó y que se envió a la Iglesia de Antioquía.

No nos interesa ahora meternos de lleno en el conflicto surgido en la Iglesia, sino en la forma como se resolvió, subrayando cierto detalle fundamental de la famosa carta en cuestión: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros»… He aquí la forma concreta de resolver las cuestiones internas y de recordar las palabras de Jesús cuando la memoria del Espíritu nos falla. A partir de entonces, cuando las crisis arreciaban muy fuerte, fueron los Concilios Ecuménicos el modo como los cristianos intentaron entenderse ante cuestiones tan fundamentales como la misma divinidad de Jesucristo en los concilios de Nicea (325) y Efeso (5,31). El último gran Concilio, el Vaticano II, fue entre otras cosas una gran manifestación del Espíritu en una Iglesia que tiene que hacer frente a nuevos y grandes desafíos.

«Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros» es la concreción de lo dicho por Jesús en el texto de Juan; es la incorporación oficial del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia, no como un miembro más, sino como el aliento de vida nueva, como la fuente de la auténtica verdad, como el defensor contra los peligros de naufragio.

3. La Adoración Nocturna de Burgos, al celebrar hoy el 125 aniversario de su fundación, quiere dar gracias rendidas al Paráclito por el cúmulo inmenso de gracias que ha derramado sobre tantos adoradores, sobre sus familias, sobre sus parroquias y sobre toda nuestra diócesis.

A la vez, quiere pedir a ese mismo Espíritu Paráclito luces abundantes para abrirse a los nuevos problemas que hoy tiene planteada la Iglesia y ella misma; consciente de que con su luz y su fuerza será capaz de hacer frente a todas las dificultades y ampliar su radio de acción a nuevos miembros, especialmente entre los jóvenes.