Solemnidad de Todos los Santos

Cementerio de San José – 1 noviembre 2013

Celebramos hoy una fiesta muy popular y entrañable. Muy popular, porque se celebra en todas partes de la tierra donde hay cristianos; y muy entrañable, porque entre esa multitud inmensa que forman «todos los santos» están, sin duda, parientes, amigos y conocidos nuestros. Para entender el sentido de lo que celebramos, podemos hacernos estas tres preguntas: Primera: ¿quiénes y cuantos son esos «santos»?; segunda: ¿cómo llegaron al Cielo? y tercero: ¿qué hacen ahora?

1. La primera lectura nos da la respuesta a la pregunta ¿quiénes y cuántos son los santos? Son una muchedumbre inmensa, que nadie puede contar, de todas las razas, lenguas, y pueblos. Hay mártires y confesores, vírgenes y casados, ricos y pobres, sabios e ignorantes, niños y ancianos, madres de familia y religiosas contemplativas, sacerdotes y seglares. Y son tantos, que nadie los puede contar. Todos tienen en común que «fueron lavados en la sangre del Cordero», es decir, redimidos por Jesucristo. Todos están «marcados» por el Bautismo de agua, de sangre o de deseo. Todos «vienen de la gran tribulación». Todos tienen una palma en la mano, es decir, todos salieron vencedores en las luchas que debieron mantener en la tierra para ser fieles a Jesucristo. Todos son gente sencilla, es decir, santos que no hicieron milagros, salvo los pequeños milagros de vivir con fidelidad su fe en el día a día y amar a Dios y al prójimo en las cosas menudas de cada jornada de su existencia.

No fueron grandes héroes, en el sentido de que no hicieron cosas extraordinarias a los ojos de los hombres. Les pasó como a santa Teresita del Niño Jesús. Había vivido de manera tan sencilla su vida de carmelita descalza, que a su muerte, cuando esas religiosas tienen la costumbre de hacer una reseña biográfica de la difunta, una religiosa dijo: «¿Qué podemos escribir, si no ha hecho nada digno de ser destacado?» Y ya veis: la Iglesia la ha declarado santa, doctora y patrona de las misiones. Porque su vida fue sencilla, pero penetrada de un amor inmenso.

Al celebrar hoy a «todos los santos», nos llenamos de alegría, porque nosotros también podemos ser santos y llegar un día a donde ellos han llegado ya. Nos lo ha recordado recientemente el Concilio Vaticano II, cuando ha enseñado que todos los bautizados, sea cual sea su estado, profesión y demás circunstancias, está llamado a la santidad, es decir, a desarrollar hasta su plenitud la semilla que el Bautismo ha depositado en nosotros.

2. La lectura del Evangelio nos ha señalado el camino que recorrieron los santos y que los condujo al Cielo. Ese camino no es otro que el de las Bienaventuranzas. Fueron pobres de espíritu, en cuanto que no pusieron su confianza en el dinero y en los honores sino en Dios. Fueron misericordiosos, apiadándose de las necesidades materiales y espirituales del prójimo. Fueron sufridos, y aguantaron las dificultades que entrañaba ser leales y fieles a Dios. Fueron mansos, no abusando de ningún poder. Fueron puros y limpios de corazón, es decir, libres de toda doblez moral y totalmente orientados hacia la voluntad de Dios. Fueron pacíficos, trabajando por ser sembradores de paz y de alegría en su familia, en su pueblo o barrio, en sus ambientes de trabajo, en la sociedad. Fueron justos, porque trataron de cumplir la voluntad de Dios.

¿Quiere decir que no cometieron nunca ningún pecado y que todo lo hicieron siempre bien? Si la santidad fuera incompatible con cometer errores y pecados, hoy no estaríamos celebrando a los santos que estamos celebrando. Todos cometieron faltas, pecados, equivocaciones. En la lucha por ser buenos, unas veces vencían y otras eran vencidos, unas veces salían victoriosos y otras derrotados. ¿Cómo, entonces, pudieron ser santos? Porque siempre que cometían pecados se arrepentían, pedían perdón a Dios, se confesaban y recuperaban la gracia y la fuerza para seguir luchando. ¡Este es el secreto para ser santos: levantarse siempre, confesarse con frecuencia, volver a luchar después de haber sido derrotados. Y así un día y otro, hasta el final de nuestra vida.

3. La tercera pregunta era: ¿Qué hacen ahora los santos en el Cielo? Muchos cristianos tienen una idea equivocada cuando piensan o hablan del Cielo. No es por mala voluntad, sino por las limitaciones humanas. Nuestro lenguaje es pobre para referirnos a la realidad del Cielo. Cielo es una palabra corriente que usamos para hablar no sólo de la gloria celeste sino también del firmamento, del aire, de la atmósfera, de las nubes. Además, la idea del cielo se asocia frecuentemente a un lugar determinado que existe en algún sitio más allá de las nubes, encima de nosotros. Así se les suele explicar a los niños. Y, ya de mayores, nos quedamos con esta idea. Pero el Cielo no es un lugar o un espacio que podamos medir y ubicar. Es un estado de felicidad en la presencia y compañía de Dios, de los ángeles y de los santos.

Otra limitación se debe a que, cuando hablamos de la eternidad, la entendemos desde nuestra medición del tiempo. «Eterno» es lo que dura para siempre. Es verdad; pero nuestra tendencia es unir casi inevitablemente «lo que dura siempre» a no hacer nada o aburrirse de hacer siempre lo mismo. Pero el Cielo no es eso. El Cielo es vida. Más aún, vida intensa y activa, en unión con Dios, que es la Vida, con mayúscula. Veremos a Dios, gozaremos de Dios, amaremos a Dios. Lo decía muy bien san Agustín: El cielo no es la sucesión aburrida y monótona del «siempre lo mismo», sino que Dios, «este Bien que satisface siempre, producirá en nosotros un gozo siempre nuevo» (Sermón 362).

Eso es lo que hacen ahora los santos en el Cielo: adorar, alabar, amar a Dios y gozar de Dios. Y, en Dios y desde Dios, ayudarnos a nosotros para que un día los acompañemos en la gloria. Tiene razón la liturgia para invitarnos a la alegría al celebrar hoy la fiesta de todos los santos.

Acudamos a estos intercesores. ¿Cómo no va a recurrir un hijo a su madre, una esposa a su esposo, un hermano a otro hermano, un amigo a otro amigo? Por eso, al recordar hoy a nuestros antepasados, junto al recuerdo triste de estar separados, avivemos la alegría de sabernos unidos a ellos y ayudados por ellos.

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