Misa crismal
Catedral, 16 abril 2014 · “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido, me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres, la libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor”. Estas palabras podemos aplicarlas a cada uno de nosotros, porque la imposición de manos nos trasmite una participación ontológica del sacerdocio de Cristo y nos hace ministros suyos. Nosotros podemos decir con toda verdad, que Cristo nos ha consagrado ministros suyos para enviarnos a anunciar la salvación a los pobres y la libertad a los cautivos.
El Papa Francisco, en su mensaje de Cuaresma para este año, nos ha interpretado quiénes son esos pobres. Son los pobres materiales, los pobres morales y los pobres espirituales. Con harta frecuencia, estas tres pobrezas van unidas, especialmente la pobreza moral y la pobreza espiritual. Todas ellas son importantes y todas reclaman nuestra atención de pastores.
Sin embargo, hoy quiero fijarme en los pobres espirituales. Porque son –según el Papa- los más pobres y porque son los más numerosos. Son esas personas que están alejados de Dios, bien porque no tienen fe, o porque la han perdido o porque viven como si no la tuviesen. Anunciar la salvación a estos pobres espirituales es llamarles a la conversión y ejercer con ellos el ministerio de la misericordia.
Al principio de Cuaresma de este año, el Papa Francisco se reunió con sus párrocos de Roma. En una charla sencilla y fraterna les habló de la importancia y necesidad de este ministerio, y del modo de ejercerlo.
Glosando la importancia que tiene hoy este sacramento de la misericordia, decía el Papa: hemos de “escuchar la voz del Espíritu que habla a toda la Iglesia en este tiempo nuestro, que es precisamente tiempo de misericordia. De ello estoy seguro. No es sólo la Cuaresma; nosotros estamos viviendo en tiempo de misericordia, desde hace treinta años o más, hasta ahora”. En este tiempo de misericordia, la Iglesia tiene que ser un gran hospital de campaña.
Es verdad. Hay muchas almas que están heridas de gravedad. Más aún, son incontables las que están heridas de muerte. Pensemos, por ejemplo, en nuestras parroquias, desde la perspectiva de unas palabras que decía el Papa a mediados de febrero, en una de las audiencias del miércoles: “¿Cuánto tiempo hace que no te confiesas? ¿Dos semanas, dos meses, dos años, veinte años, cuarenta años?” ¿Cuántos feligreses nuestros hace dos, veinte, treinta años que no se confiesan? Queridos sacerdotes: nos tiene que doler el alma y salir a su encuentro y decirles que Dios les está esperando para darles el abrazo de la reconciliación y devolverles la paz y la alegría de vivir. Muchas de esas personas no son malas, pero están heridas y necesitan una caricia.
Los buenos sacerdotes se conmueven ante esas ovejas, como se conmovía Jesús al ver la gente cansada y extenuada, como ovejas que no tienen pastor. Toda persona que esté herida en su vida -del modo que sea- tiene que encontrar en nosotros alguien que le atiende, que le escucha, que está a su lado. Esto es tener entrañas de misericordia.
Pero estas entrañas se manifiestan, sobre todo, en el sacramento de la Penitencia. Ahí lo demuestra el confesor con toda su actitud: en el modo de acoger, de escuchar, de aconsejar, de absolver. La administración constante y esmerada del sacramento de la Penitencia es la mejor universidad para obtener el título de doctor en misericordia. Un sacerdote remiso o descuidado en atender a los fieles en este sacramento es muy difícil que tenga verdaderas entrañas de misericordia. Y, al contrario, un sacerdote que acoge a los pecadores en el sacramento con las entrañas de Jesucristo, tiene recorrido un largo trecho en el camino de la caridad pastoral de la misericordia.
Ahora bien, el Papa Francisco hacía a sus párrocos esta importante precisión. Saber acoger a los pecadores como Jesucristo, “deriva del modo con el cual él mismo vive el sacramento en primera persona, del modo como se deja abrazar por Dios Padre en la Confesión, y permanece dentro de este abrazo. Si uno vive esto dentro de sí, en su corazón, puede también donarlo a los demás en el ministerio”. Y añadía: “Os dejo una pregunta: ¿Cómo me confieso? ¿Me dejo abrazar” por Jesucristo?
Yo os dejo también la misma pregunta. El Papa se confiesa cada quince días con un franciscano, según él mismo ha manifestado en una entrevista. Es un buen punto de referencia: confesarse, al menos, cada quince días.
Sin embargo, aunque el sacramento de la Penitencia sea el ámbito por antonomasia para ejercer la misericordia sacerdotal, hay también otro ámbito: es al ámbito del sufrimiento pastoral. ¿Qué es el sufrimiento pastoral? No es un simple sufrimiento. Es sufrir por y con las personas como sufren un padre y una madre por los hijos. Ese sufrimiento –lo sabemos todos muy bien- lleva a los padres a llorar, a veces, por sus hijos.
Permitidme que me haga y que os haga las preguntas que el Papa hacía a sus párrocos: “¿Tú lloras? ¿Cuántos de nosotros lloramos ante el sufrimiento de un niño, ante la destrucción de una familia, ante tanta gente que no encuentra el camino? El llanto del sacerdote… ¿Tú lloras? ¿O en este presbiterio hemos perdido las lágrimas? ¿Lloras por tu pueblo? Dime, ¿tú haces la oración de intercesión ante el sagrario? ¿Tú luchas con el Señor por tu pueblo, como luchó Abrahán?” Y concluía el Papa: “Nosotros hablamos de parresia, de valor apostólico, y pensamos en los proyectos pastorales. Esto está bien, pero la misma parresia es necesaria también en la oración”.
Queridos sacerdotes: demos gracias a Jesucristo por el don inmenso de nuestro sacerdocio. Renovemos la alegría de haber sido llamados a un ministerio tan maravilloso. Hagamos el firme propósito de confesarnos con frecuencia y dedicar un tiempo muy generoso a ejercer el ministerio de la misericordia en el sacramento de la Penitencia.
Que la Santísima Virgen nos alcance la gracia de ser pastores según el modelo de su Hijo, el Supremo y Verdadero Pastor.