Misa acción de gracias por san Juan XXIII y san Juan Pablo II
Catedral, 4 mayo 2014
Acabamos de escuchar el conocido relato de los dos caminantes de Emaús, la tarde del primer domingo de Resurrección de la historia. Mediante una serie de secuencias, san Lucas nos ha llevado paso a paso hasta lo más profundo del alma de esta pareja de discípulos. Primero, hemos visto su desconcierto, su desilusión y su hundimiento psicológico por la muerte de Cristo. Luego, hemos ido viendo la maestría con la que el Señor se hace presente y dialoga con ellos, dándoles una catequesis bíblica básica sobre el misterio de su muerte y resurrección, según lo habían anunciado la Ley y los Profetas. Más tarde, hemos descubierto que, gracias a ella, se fue calentando el corazón de estos dos discípulos y recuperando su ilusión. Finalmente, la Eucaristía les hizo descubrir que Jesús ya no estaba muerto sino que había Resucitado y que había que ir de inmediato a comunicárselo a los apóstoles que estaban en Jerusalén, sin tener en cuenta el cansancio, la distancia y la hora intempestiva.
En resumen: Jesús, mediante su Palabra y su Presencia de Resucitado, realizó el milagro de devolver la esperanza y la alegría a dos discípulos, abrumados por el fracaso de la muerte de su Maestro. Y les confirmó en la misión de hacerse testigos de la Resurrección, como el gran acontecimiento que cambia la historia.
El relato de Emaús es una especie de parábola de los Pontificados de Juan XXIII y Juan Pablo II. Porque ellos hicieron con la Iglesia lo que el Señor hizo con aquellos dos discípulos: devolverle la alegría de la misión, el entusiasmo para anunciar el Evangelio, la ilusión de encarar el diálogo con el mundo que Dios ha puesto en nuestra manos para que le hagamos descubrir su infinito amor por él.
El Papa Pío XI hizo una consulta a todo el episcopado sobre la oportunidad de convocar un concilio ecuménico. A pesar de la respuesta afirmativa no lo convocó. Pío XII dio pasos significativos hacia un posible concilio, realizó algunas reformas importantes y acercó muchos materiales a pie de obra. Sin embargo, fue el Papa Bueno, Juan XXIII, quien a los pocos meses de ser elegido sucesor de san Pedro, anunció al mundo su deseo de convocar el concilio Vaticano II. No le asustó su avanzada edad (78 años), ni las enormes dificultades que entrañaba ni el escaso tiempo con que podía contar. Confió más en el poder del Espíritu Santo que en su debilidad. Fue dócil a lo que ese Espíritu le pedía y se abandonó en las manos de Dios, sin saber hasta dónde le llevaría.
La Divina Providencia sólo le permitió realizar la preparación, la apertura y la primera sesión del Concilio. Pero dejó tan abierto el surco y tan marcada la senda, que Pablo VI sintió un enorme gozo cuando anunció que el evento proseguía y-sobre todo- cuando pudo clausurarlo el 8 de diciembre de 1965.
El Concilio Vaticano II devolvió a la Iglesia la alegría de la misión y el impulso para salir sin miedos a evangelizar al mundo moderno, poniendo en sus manos los instrumentos adecuados para llevarlo a cabo: pasó de una concepción de la Iglesia con la Jerarquía como centro a otra de Pueblo de Dios, Cuerpo Místico y Esposa de Cristo. Esto comportó llamar a todos los bautizados a la santidad o plenitud de la vida bautismal; impulsar el apostolado de esos mismos bautizados –no sólo de la jerarquía- en virtud del dinamismo que brota del Bautismo; descubrir a los laicos su papel indispensable en la Iglesia y en el mundo; afirmar la bondad intrínseca que encierran todas las realidades creadas, gracias a la huella que ha dejado en ellas el Creador; proclamar que toda persona humana tiene derecho a ejercer la religión que ella cree en conciencia ser la verdadera; impulsar el diálogo entre las diversas religiones, especialmente entre el cristianismo y las religiones monoteístas; etc.
Como es de todos conocido, el Concilio Vaticano II encontró enseguida dos fuerzas que intentaban detenerlo: quienes se resistían a cualquier cambio y quienes lo interpretaban en clave rupturista, como si la Iglesia anterior a ese concilio no hubiese existido. El Venerable Pablo VI tuvo que sufrir mucho por parte de unos y otros, especialmente en los últimos años de su Pontificado. Todos recordamos cómo, en los últimos meses anteriores a su muerte, no dudó en afirmar en dos ocasiones: “el humo de Satanás ha entrado en la Iglesia”.
El resultado de todo este tormentoso proceso fue una profunda crisis doctrinal, moral y disciplinar dentro de la Iglesia. Por si fuera poco, el mundo seguía dividido en dos grandes bloques y la dictadura del comunismo imperaba no sólo en las naciones situadas detrás del telón de acero sino en las aulas de las Universidades de Occidente y en los escritos de casi todos los escritores de nota.
Esta fue la situación que se encontró el Papa Juan Pablo II. Desde el famoso “no tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo” -de la homilía en el día de su presentación oficial como Pontífice-, hasta el gesto de la ventana de su biblioteca tres días antes de morir, todo su ministerio no fue otra cosa que aplicar el Concilio según su letra y su espíritu. Todo su ministerio lo ancló en la intuición central de la Gadium et Spes: el misterio del hombre sólo se esclarece a la luz del misterio del Verbo Encarnado (GS 22). Desde este punto de partida, retomó en multitud de documentos y predicaciones los grandes temas conciliares y, sobre todo, los llevó a la práctica recorriendo el mundo entero y llegando a todas las clases sociales y a todos los pueblos de la tierra.
Hubo dos puntos –de los que yo mismo he sido testigo- que cobraron en su Pontificado un relieve especial, siempre a la luz de la enseñanza del Concilio: la vida y la familia. Tanto es así, que él quería pasar a la historia –según ha recordado el Papa Francisco- como el Papa de la familia.
Queridos hermanos: ¿Cómo no dar gracias a Dios por habernos dado la oportunidad de conocer, seguir y amar a estos dos grandes santos de nuestro tiempo? ¿Cómo no agradecer a Dios que nos haya dado estos dos ejemplos eximios de santidad en personas de temperamento, formación y situación social tan distintos?
Sin embargo, esto no es suficiente. Mejor dicho, si nuestra acción de gracias es sincera y verdadera, hemos de sacar conclusiones operativas para nuestra vida. En primer lugar, esta canonización tiene que servir para que retomemos –o retomemos con renovado empeño- la lectura y vivencia del Vaticano II. Este concilio está casi sin estrenar. Nosotros estamos llamados a conocerlo y vivirlo. Sobre todo, los sacerdotes y quienes os sentís más llamados a difundir el Evangelio.
Pero la gran lección es la de su santidad. Como dijo el Papa Francisco en la homilía de canonización, “los santos son los que realmente hacen avanzar a la Iglesia”. El cardenal Comastri, por su parte, decía en la misa de acción de gracias, en la Plaza de san Pedro: “Los santos no son para ser aplaudidos sino para ser imitados”.
Pidamos a la Santísima Virgen –de la que ambos Pontífices fueron devotísimos- que nos alcance de su Hijo la gracia de ser santos. Cada uno en su propio sitio y según su propia vocación. Pero todos urgidos a ser testigos y apóstoles de ese Hijo.