Clausura del V centenario del nacimiento de Santa Teresa
Queridos hermanos: Nos hemos reunido para clausurar el V Centenario del nacimiento de santa Teresa de Jesús. Lo hacemos en el día de su fiesta, uniéndonos a la alegría y contento de los Padres y Madres Carmelitas de todo el mundo, y, en especial, a los de nuestra ciudad. Ellos tienen la gloria de ser los grandes difusores de las obras impresas de santa Teresa, de albergar en los muros de su convento a los mejores especialistas sobre la Santa y de guardar como una reliquia el último convento que ella fundó antes de su muerte en Alba de Tormes.
A lo largo de todo un año, han tenido lugar incontables acontecimientos religiosos y culturales. Desde las Edades del hombre hasta el Congreso Internacional sobre la mística y escritora castellana, pasando por las rutas teresianas, las publicaciones de todo tipo sobre ella y, especialmente, el Año Teresiano que ha traído a Ávila a los jóvenes de toda Europa, a incontables fieles y sacerdotes y a la Conferencia Episcopal, que estuvo presente en el día de inauguración y lo está en el de la Clausura.
¿Cómo no dar a Dios las más rendidas y sentidas gracias por tantísimos beneficios como él ha derramado sobre la Iglesia que camina en España y sobre la que peregrina en las diócesis de Castilla. Si la santa era capaz de agradecer hasta una simple sardina, ¡cómo agradecería tantas y tantas gracias que Dios ha derramado durante este año, a través de su intercesión! Cuando más tarde digamos el Prefacio, tendremos especiales motivos para proclamar que “es justo y necesario, es nuestro deber y salvación”, dar gracias a Dios siempre y en todo lugar, pero sobre todo aquí y ahora.
No creo tergiversar el sentido de esta celebración si preguntamos a la santa qué legado quiere dejarnos al finalizar este V Centenario de su nacimiento, dado que no queremos cerrarlo herméticamente, sino proyectarlo sobre nuestro inmediato y no tan inmediato futuro. Pienso la Santa nos lo resumiría en estas palabras de S. Pablo: “Sed imitadores míos, como yo lo fui de Cristo”, ahora que os toca vivir en una época de postconcilio y de ansias de renovación y reformas profundas en la Iglesia, semejante al que me tocó vivir a mí.
Efectivamente, santa Teresa vivió una época muy similar a la nuestra en no pocos aspectos. Ella nació en los albores de la Reforma Protestante y vivió durante la celebración del largo y accidentado concilio de Trento y en el tiempo siguiente a ese gran concilio reformista, que fue Trento. Trento, en efecto, no sólo fue un concilio que sancionó de modo definitivo tantas doctrinas sobre la justificación, el pecado original y todos los sacramentos, sino que fue un concilio de grandes reformas. Baste pensar que él fue el instaurador de la gran institución de los seminarios y el que impuso obligatoriamente la residencia a los obispos.
¿Qué hizo ella? Ofrecer un camino de verdadera reforma, un camino con el que la Iglesia respondiese a aquellos tiempos que Teresa calificó de “recios”, es decir, muy difíciles. El mismo que han hecho todos los grandes y verdaderos reformadores: el camino de la santidad.
Durante muchos años tuvo el corazón dividido entre Dios y las criaturas, compaginando las exigencias de la vida religiosa con otras más o menos mundanas. Hasta que un día Dios le cambió su corazón, viendo una imagen de un Cristo muy llagado. Desde entonces, Teresa no tiene otra ilusión ni otro norte de vida que hacerse “Teresa de Jesús” y proponer a quien quiera seguirla hacerse también “de Jesús”, entregarse del todo a Jesús. A esto dedicará todas sus energías, dentro del convento de san José y en los caminos de Castilla y Andalucía, que ella recorre para ir fundando uno tras otro muchos “palomarcicos”.
Para llevar a cabo el proyecto de reforma del Carmelo, Dios le metió por caminos de oración. Primero, le hizo sacar agua del pozo a fuerza de esfuerzo, pero más tarde anegándola en el mar transformante de su intimidad divina, hasta realizar con ella los desposorios más íntimos que podría haberse imaginado.
Fue en ese trato cada vez más íntimo con Dios donde ella gustó y saboreó la necesidad absoluta de estar a solas muchas veces con Dios, “tratando de amistad con quien sabemos que nos ama”. Esta intimidad que no sólo la buscaba y encontraba en los largos e intensos ratos de oración en la capilla, sino también “entre los pucheros” de la vida de cada día. Basta asomarse a cualquiera de sus fundaciones para advertir que ella mantenía un diálogo amoroso con su Jesús en todas las peripecias que iba encontrando y resolviendo.
La contemplación e imitación de la Santísima Humanidad de Cristo fue la falsilla sobre la que escribió su vida de entrega total. Esa amistad con Jesús le lleva hasta la más alta mística y le hará testigo de un modo de vivir nuevo, en el que no sólo hay relación, imitación y seguimiento sino compenetración de dos vidas. Sus famosos versos: “Para vos nací, ¿qué queréis hacer de mí?” son una buena muestra de ese vivir nuevo, de ese “vivir sin vivir en mí”.
Muchos de nosotros hemos sido testigos del concilio Vaticano II y todos vivimos en el momento en que hay que llevar a la práctica sus enseñanzas. A nosotros, como a Teresa, Dios nos pide que nos comprometamos en las grandes e inaplazables reformas que necesita la Iglesia. Y, a través de la vida y escritos de Teresa, nos marca el itinerario que hemos de recorrer y los instrumentos que hemos de emplear si queremos alcanzar la meta que ella alcanzó.
El camino y los instrumentos teresianos son la oración contemplativa y la acción que de ella brota. Es decir, la santidad de vida. Ese fue el primer objetivo que se marcó el Vaticano II: la renovación interna de la Iglesia, mediante el seguimiento del camino evangélico. La experiencia de varios lustros nos confirma que si no nos metemos por caminos de oración contemplativa y acción consecuente, las reformas se quedan en mera utopía y en un sueño de primavera. Tengamos esta certeza: llevarán a cabo la reforma actual de la Iglesia los santos, no los estrategas de la pastoral. Es preciso contemplar e imitar a Jesucristo; querer lo que él quiere y no querer lo que él no quiere. Brevemente: vivir su misma vida.
Terminemos el V Centenario teresiano dando gracias a Dios por tantos beneficios que nos ha dispensado a lo largo de estos meses. Y pidiéndole que nos conceda a nosotros y a toda la Iglesia la gracia de entender que sin santidad de vida no habrá verdaderas reformas en la Iglesia y sin oración intensa tampoco habrá verdadera santidad.