En aquella casa todo era alegría

Don Valentín Palencia trabajó sin descanso en la educación de los niños más pobres de Burgos en su gran fundación: el Patronato de San José. Un lugar cargado de alegría donde una pedagogía activa y singular quería hacer «hombres de provecho orientados hacia el amor de Dios».

 

valentin en el patronato

Don Valentín, en el centro, con algunos de los niños del Patronato de San José.

 

Después de pasar sus primeros meses como sacerdote en Susinos del Páramo, el entonces arzobispo de Burgos, fray Gregorio María Aguirre, confió a Valentín Palencia el nacimiento de una obra caritativa para el cuidado de niños pobres, huérfanos o abandonados. Es el «Patronato de San José para la educación y primera enseñanza de niños pobres», tal como rezaban sus primeros estatutos. El Patronato comenzó instalándose en un entresuelo en el número 12 de la calle Santander de Burgos. En pocos meses, la obra benéfica había dado tantas pruebas de solidez que el arzobispo decidió trasladar el Patronato al edificio llamado en años anteriores «Colegio de San Esteban», junto a la iglesia del mismo nombre.

 

La caridad era el motor de aquel lugar. No solo porque era lo que allí se intentaba vivir, sino porque la generosidad de los vecinos de Burgos hacía que también todo funcionara y los niños del Patronato tuvieran algo que llevarse a la boca: «Don Valentín bajaba con frecuencia a la iglesia de San Esteban y ponía cestos junto a una imagen de San José y, a las pocas horas, milagrosamente, estaban llenos de huevos, patatas o dinero». Es una de las tantas anécdotas que María Ángeles Ciruelo ha oído en su casa. Y es que su bisabuela, Clara Marquina, era tía de don Valentín. Fue ella quien le costeó sus estudios como externo en el Seminario y una de las tantas mujeres que lo ayudaron en el Patronato. También ha recibido muchas noticias de parte de su abuelo Venancio, propietario de una barbería en la plaza de la Flora y quien subía con frecuencia a San Esteban «a pelar a los muchachos».

 

Valentín Palencia trabajó sin descanso por la educación de aquellos niños de una de las zonas más pobres de la ciudad y que él bien conocía. «A menudo –cuenta María Ángeles– llamaba gente a la puerta del Patronato y don Valentín acogía a todos, aunque él no tuviera nada». Recuerda que su abuela «le compró ropa nueva cuando el cardenal Benlloch le hizo entrega de la Cruz de Beneficiencia y a los pocos meses ya la había repartido… “¡Hay gente que lo necesita más que yo!”, le respondía don Valentín». Y añade: «Es que era un sacerdote muy bueno, muy bueno».

 

La casa de sus familiares –en la plaza de la Flora– llegó a convertirse en una especie de sucursal del Patronato. Y es que, casi todos los domingos don Valentín bajaba hasta su casa con algunos chavales para que comieran con ellos. «Cada semana, cuatro o cinco chicos diferentes», recuerda.

Alegre labor educativa

Cuenta María Ángeles que «en aquella casa todo era alegría», aunque «también había mucho orden y disciplina». Don Valentín y su equipo de maestros intentaban enseñar a esos «pilletes» –como califica a los niños del Patronato– «que carecían de lo básico»: «Había clases de matemáticas, de historia, de geografía… y junto a lo académico, don Valentín intercambiaba con el padre Andrés Manjón muchos de sus recursos pedagógicos. Hasta llegó a crear una banda de música en el Patronato que tocaba en las fiestas de los pueblos», comenta. Llegó a albergar hasta 110 chavales, de ellos, 40 internos y, para los externos, un comedor de invierno para que nunca les faltara de comer. Y los días de fiesta, como las primeras comuniones o la Navidad, don Valentín se afanaba por conseguir un menú diferente, más rico y cuidado: «Por Reyes hacía regalos a los niños y les envolvía mandarinas y castañas en un pañuelo».

 

Ahora María Ángeles espera con cariño la beatificación de Valentín: «Será un momento único, vivido con intensidad. En casa siempre hemos dicho que es un santo»…

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