El duelo necesita un lugar
Desde que el pasado martes 25 de octubre el Vaticano hiciese pública la instrucción «Ad resurgendum cum Christo», acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación, es mucho lo que se ha escrito y opinado sobre un tema que realmente no es novedoso en la Iglesia Católica. Con la Instrucción «Piam et constantem» del 5 de julio de 1963, el entonces Santo Oficio, estableció que «la Iglesia aconseja vivamente la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos», pero agregó que la cremación no es «contraria a ninguna verdad natural o sobrenatural» y que no se les negaran los sacramentos y los funerales a los que habían solicitado ser cremados, siempre que esta opción no obedezca a la «negación de los dogmas cristianos o por odio contra la religión católica y la Iglesia». Y es que la práctica de la cremación se ha difundido notablemente, al tiempo que también se han propagado nuevas ideas en desacuerdo con la fe de la Iglesia. Ante este situación, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha considerado conveniente la publicación de una nueva Instrucción, con el fin de reafirmar las razones doctrinales y pastorales para la preferencia de la sepultura de los cuerpos y de emanar normas relativas a la conservación de las cenizas en el caso de la cremación.
La esperanza de la resurrección
En la memoria de la muerte, sepultura y resurrección del Señor, misterio a la luz del cual se manifiesta el sentido cristiano de la muerte, la inhumación es en primer lugar la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal. Como explica Ezequiel Rodríguez Miguel, capellán de los tanatorios de Burgos, «enterrar a los muertos era y sigue siendo la expresión de respeto y valoración de la persona, el difunto no queda simplemente olvidado y deja de existir. Todos los cultos a los muertos parten siempre de la creencia de que, de una u otra manera, viven en el mundo del ‘más allá’».
«Enterrar a los muertos -continúa- significa despedirse de ellos de una manera digna. Tener un lugar localizado, bien sea tumba o urna, donde poder visitarlos, orar y recordar al difunto. Es sumamente importante durante el proceso de duelo y la aceptación de la pérdida, el tener una referencia donde poder visitarlos. Tan sólo pensemos en la angustia de las familias que no han podido encontrar los cuerpos de sus seres queridos. El duelo necesita un lugar, y es la tumba el lugar donde el duelo nos hace asumir su pérdida. Actualmente, hay muchas familias que incineran los restos mortales de sus seres queridos; considero que es importante que esas cenizas se depositen en una tumba o columbario para poder vivir mejor este proceso. Por eso la Iglesia pide que no sean esparcidas o depositadas en otros lugares».
La Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, porque con ella se demuestra un mayor aprecio por los difuntos; sin embargo, la cremación no está prohibida, «a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana». Enterrando los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su fe en la resurrección de la carne, y pone de relieve la alta dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el cuerpo comparte la historia. No puede permitir, por lo tanto, actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte, considerada como anulación definitiva de la persona, o como momento de fusión con la Madre naturaleza o con el universo, o como una etapa en el proceso de re-encarnación, o como la liberación definitiva de la «prisión» del cuerpo.
«Si por razones legítimas- señala la reciente instrucción- se opta por la cremación del cadáver, las cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad eclesiástica competente. La conservación de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana. Así, además, se evita la posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos, que pueden sobrevenir sobre todo una vez pasada la primera generación, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas».
Las cenizas, mejor en un lugar sagrado
Además, también indica que para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, no queda permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos, teniendo en cuenta que para estas formas de proceder no se pueden invocar razones higiénicas, sociales o económicas que pueden motivar la opción de la cremación. Y se puntualiza que en caso de que el difunto hubiera dispuesto la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de negar las exequias, de acuerdo con la norma del derecho.
En cuanto a la conservación de las cenizas del difunto en casa, la instrucción concluye que no está permitido (por los motivos antes expuestos de que siempre es preferible que los restos descansen en un lugar sagrado), aunque destaca que esta practica puede realizarse en casos de graves y excepcionales circunstancias, dependiendo de las condiciones culturales de carácter local. En esta situación, «el Ordinario, de acuerdo con la Conferencia Episcopal o con el Sínodo de los Obispos de las Iglesias Orientales, puede conceder el permiso para conservar las cenizas en el hogar. Las cenizas, sin embargo, no pueden ser divididas entre los diferentes núcleos familiares y se les debe asegurar respeto y condiciones adecuadas de conservación».