La humildad se hace Belleza en Navidad

Mensaje del arzobispo de Burgos, don Mario Iceta Gavicagogeascoa, para el domingo 25 de diciembre, solemnidad de la Natividad del Señor.

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

Hoy, con gran alegría y gozo, el sol despeja las tinieblas durante el alba porque, en la ciudad de David, ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor (cf. Lc 2, 10-11). Hoy celebramos el triunfo de la vida, el renacer de un nuevo sueño por cumplir, la venida del Amor. ¡Hoy ha nacido Jesús!

 

Con el anuncio del Ángel, revivimos que Nuestro Señor Jesucristo, la esperanza que renueva cualquier corazón herido, viene al mundo para traernos la salvación. Y lo hace en la intemperie de un pesebre con la preciosa misión de adentrarnos, desde el alma de su imperecedera luz (cf. Jn 8, 12), en el sacramento de la Belleza que se hace vida en Navidad. Dios hecho Niño, desde una posada construida en pobreza y humildad, desea acomodar el pesebre de nuestro corazón para que oigamos la voz del Amor.

 

Es tiempo de deseo y esperanza, de acogida y gratitud, de confianza y consuelo. Jesús fue llamado por los profetas el deseado y el esperado de todas las naciones y aviva en nosotros el deseo de recibirle y, de este modo, colmar nuestra esperanza.

 

En Navidad, «Él se nos muestra como niño, pequeño, indefenso, completamente necesitado de su madre y de todo lo que el amor de una madre puede dar». Estas palabras de la Madre Teresa de Calcuta nos recuerdan que solo la humildad de la Virgen María «la hizo capaz de servir». Por tanto, si queremos que Dios habite los rincones de nuestra fragilidad, hemos de vaciarnos del todo por medio de la humildad para que Dios anide y repare cada una de las grietas de nuestra vida.

 

La humildad es el camino, ese misterio traspasado de eternidad que debe poblar el templo de nuestra carne. Y, junto a ella, espera la pobreza: virtud que brota del amor ofrendado de un pesebre, esperanza desnuda de lujos que nace en el silencio de dos miradas que se aman: en María y en José.

 

San Juan de la Cruz dejó escrito que «el Padre dijo una Palabra, que fue su Hijo, y esta Palabra siempre la dice en silencio eterno, y en silencio debe ser escuchada por nuestras almas». Si hasta el mismo Dios se abajó, haciendo a su hijo Jesucristo pobre por nosotros, ¿cómo no vamos a forjar, con los pobres, el mandamiento principal de nuestras vidas? Y si la propia naturaleza «nos engendra pobres», como podemos leer en uno de los escritos de san Antonio de Padua, ¿cómo no vamos a desprendernos de todo lo que nos ata para que Dios pueda acomodarse en nuestra casa?

 

Jesús, el Verbo Encarnado de Dios, sueña con edificar sobre nuestra nada. Y por eso vuelve a nacer entre nosotros (cf. Jn 1, 14) en un sencillo pesebre, para que su pequeñez nos aliente a ser mansos de corazón y a recostarnos sin miedo en la humilde morada del Niño de Belén.

 

El Papa Francisco, en su mensaje Urbi et orbi pronunciado el pasado año en el balcón central de la Basílica Vaticana, recordaba que «corremos el riesgo de no escuchar los gritos de dolor y desesperación de muchos de nuestros hermanos». Ante todas las dificultades de nuestro tiempo, grita con mucha más fuerza la esperanza de que «un niño nos ha nacido» (Is 9, 5) para habitarnos el alma, el aliento y la mirada. Si Él llegó pobre, vivió y murió en pobreza, no hay pesebre más admirable que un corazón austero, que se abre a un Dios que se encarna necesitado para asumir nuestra humanidad hasta el extremo.

 

Hoy, de la mano de la Virgen María y de san José, miramos al pesebre y esperamos, con el corazón abierto, que el Niño Dios nos ayude a hacerle sitio en nuestras vidas. Y con una inmensa alegría, fijamos la mirada en el portal de Belén y cantamos al Amor que se ha quedado eternamente a nuestro lado.

 

¡Os deseo una Feliz y Santa Navidad!

 

Con gran afecto, recibid mi bendición y un fuerte abrazo en Cristo.

 

+ Mario Iceta Gavicagogeascoa

Arzobispo de Burgos

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