María y José, invitados a la cena de Nochebuena

Cope – 16 diciembre 2012

Hace unos días visité a un sacerdote amigo que está convaleciente de una operación quirúrgica importante. En la conversación, además de contarme el desarrollo de su dolencia, me habló de un proyecto que piensa llevar a cabo en su parroquia durante las próximas Navidades. Me pareció sugerente, realista y muy acorde con el espíritu de estos días.

Concretamente, me dijo que iba a proponer a sus parroquianos invitar simbólicamente a la Virgen y a san José a la cena de Nochebuena. La invitación se materializaría dando como limosna a Cáritas el importe de lo que supondría la cena de María y José, en el supuesto de que pudieran hacernos el honor de estar presentes. Como es lógico, la limosna oscilará entre los dos reales de la viuda del evangelio y una aportación más cuantiosa. Lo de menos es la cantidad. Lo que importa es el deseo de compartir algo con los que tienen menos que nosotros y están pasando verdadera necesidad.

Me parece una sugerencia no sólo ingeniosa sino muy acorde con el espíritu de la Navidad. Porque Navidad es la expresión máxima del amor de Dios hacia nosotros, la donación de un Dios que nos ama hasta límites insospechados. Nada hay comparable a este acto de generosidad, porque nada es comparable con hacerse uno de nosotros, igual en todo menos en el pecado. Es verdad que «no hay mayor amor que dar la vida por el que se ama» y, por ello, que la muerte en la Cruz es el acto supremo del amor de Dios a los hombres. Sin embargo, lo realmente inefable es que Dios, sin dejar de serlo, se haya hecho un hombre verdadero para elevarnos a nosotros a la categoría de hijos suyos y hermanos entre nosotros. Dado este «salto», ya es posible todo lo demás.

Por eso, actos como el aludido están en plena sintonía con el misterio de Navidad. No es el único. Por ejemplo, sin salirnos de la Cena de Noche Buena, estaría muy bien que antes de comenzarla el padre de familia leyera el evangelio del Nacimiento de Jesús en Belén. Por supuesto, participar –¡ojalá pudiese ser en familia!– a la Misa de Gallo. El fin de año, podríamos acercarnos al Sacramento de la Reconciliación y pedir humildemente perdón de las cosas que hayamos hecho mal a lo largo de 2012, y tras comer las doce uvas –si las comemos–, pedir ayuda a Dios para que el año 2013 sea un año «nuevo», no tanto porque hagamos cosas «nuevas», sino porque nuestro amor a Dios y nuestro espíritu de servicio conviertan en «nuevas» las pequeñas cosas de cada jornada.

Desde hace algún tiempo, Navidad se ha ido desplazando de su centro y escorándose hacia la periferia, que en no pocos casos se ha hecho irreconocible como fiesta cristiana. Ciertamente, las fiestas y celebraciones de los pueblos no se afincan en unos modos fijos y arqueologizantes. En sus expresiones varían según las circunstancias y la evolución que acompaña a toda sociedad que tenga vida. Sin embargo, hay un núcleo que permanece invariable que, precisamente, es lo esencial de la fiesta y de la celebración.

Si nos situamos en este horizonte, se comprende fácilmente que los cristianos del siglo XXI celebremos la Navidad de un modo diverso a como lo hacían nuestros hermanos del siglo segundo o del siglo doce. Pero ellos y nosotros –y los que vengan después de nosotros– celebraremos una Navidad que nos recuerde y haga vivir estas palabras del Credo: «Que nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del Cielo y por obra del Espíritu se encarnó de santa María, la Virgen, y se hizo hombre».

A todos los lectores habituales y ocasionales de esta columna ¡¡Santa y Feliz Navidad!!

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