La familia, correa de trasmisión de la fe

Cope – 23 diciembre 2012

«Nadie puede ignorar o minimizar el papel decisivo de la familia, célula base de la sociedad desde el punto de vista demográfico, ético, pedagógico, económico y político… La familia cristiana lleva consigo el germen del proyecto de educación de las personas según la medida del amor divino». Estas palabras, pertenecientes al Mensaje de Benedicto XVI para la próxima Jornada de la Paz, confirman la oportunidad de celebrar en España la Jornada de la Sagrada Familia, el próximo 30 de diciembre. Como era previsible en el Año de la fe, el lema elegido para dicha Jornada es «Educar la fe en familia». El lema, por otra parte es muy oportuno, dada la situación por la que, en no pocos casos, atraviesa actualmente la familia.

La importancia de la familia en la transmisión de la fe es un dato de experiencia universal. Quienes hemos tenido la suerte de nacer en una familia cristiana, sabemos que en ella hemos descubierto las grandes realidades de nuestra fe: que Dios es nuestro Padre, que Jesucristo es nuestro Redentor, que el Espíritu Santo es nuestro santificador, que la Virgen es nuestra madre, que la Iglesia es la gran familia donde la fe se celebra y robustece, que todos los bautizados somos hijos del mismo Padre y, por tanto, hermanos, etc. En ella hemos aprendido a rezar desde la más tierna infancia, con oraciones sencillas y breves pero entrañables, que quizás seguimos rezando cuando somos mayores. La familia fue quien nos dio la posibilidad de entrar a formar parte de la Iglesia, mediante la petición del bautismo, cuando apenas habíamos nacido. Luego, nos ayudó a prepararnos a la Primera Comunión y a la Primera Confesión y nos estimuló para asistir a la Catequesis.

Algo parecido ocurre con la transmisión de los grandes valores. En la familia se aprende a convivir con los demás, a quererlos en medio de la diferencia, a aceptarlos tal y como son, a valorarlos por lo que son más que por sus cualidades, a quererlos aunque tengan grandes deficiencias físicas o psíquicas. En la familia se aprende a compartir, a perdonar, a ayudar a los demás, a trabajar, a sufrir, a disfrutar con las grandes alegrías y llorar con la separación de los seres queridos. También se aprende en la familia a respetar a los mayores, a prestar pequeños pero constantes servicios sin esperar nada a cambio, a ayudar a los demás, especialmente a los necesitados y a los enfermos.

La familia cristiana sienta las bases para levantar el edificio de una vida cristiana madura y responsable. Es, además, el mejor ámbito donde cada uno de sus miembros puede descubrir y madurar la vocación a la que Dios le llama: el matrimonio, la virginidad consagrada, el sacerdocio. En consecuencia, no hay empresa más rentable en la que se pueda invertir ni entidad bancaria en que se obtengan mayores beneficios a corto y largo plazo.

Puede suceder que la vivencia y experiencia cristiana y humana que se ha tenido en familia pase por momentos de crisis, incluso profundas, a lo largo de la vida. Pero lo que se ha vivido de niño vuelve a renacer y a tener peso específico en la vida adulta. Por eso, tiene tanta importancia ayudar a los hijos a descubrir a Dios, a Jesucristo, a la Iglesia y enseñarles a rezar y ayudar a los más necesitados.

La familia pasa actualmente, en no pocos casos, un momento de desconcierto respecto a la transmisión de la fe. Es la hora de reaccionar y de redescubrir que los grandes valores cristianos y humanos no pasan de moda. Pueden variar sus expresiones, pero ellos mismos son un patrimonio irrenunciable. Aquí está la razón por la que el Sínodo de obispos del pasado octubre ha dicho que la nueva evangelización es impensable sin la familia.

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