Fiesta de S. Francisco de Sales

Salesas – 24 enero 2013

Celebramos hoy la fiesta de San Francisco de Sales. Lo hacemos con profunda alegría, porque es nuestro Patrono y vuestro Santo Fundador. Lo hacemos también con el deseo de contemplar en su vida y doctrina un ejemplo que estimula nuestra vida de cristianos, de religiosas y de sacerdotes.

Francisco nació un 21 de agosto de 1567. Tiempos recios de cambio, de lucha, de reforma. Cuatro años antes, se había clausurado el Concilio de Trento, el cual pidió a los cristianos una profunda reforma de vida. Vino al mundo en el castillo familiar de Sales. Sus padres eran nobles de cuna y cristianos de convicción. Hasta los 12 años marcó sus pasos la madre con su vida piadosa y cristiana. Su padre quería para su hijo una formación profunda en letras y leyes. Porque el momento requería que la sociedad contase con hombres bien preparados. Con esta finalidad lo manda a estudiar; primero, a Paris y después a Padua. Pero los planes del Presidente de la Cámara de los Nobles de la Corte de Nemours, su querido padre, no coincidían con los planes de Dios. De hecho, Francisco, terminados sus estudios de leyes, cambiará la toga por la sotana y, más tarde, el sillón de noble, por la silla episcopal de Ginebra. Su padre se siente frustrado, pero Francisco está profundamente satisfecho y lleno de agradecimiento a Dios. El podría decir lo mismo que hemos escuchado a san Pablo: «A mí, el más insignificante de todos los creyentes se me ha concedido este don de anunciar a todas las naciones la insondable riqueza de Cristo». Francisco se siente en la órbita de Dios. Se siente amado, elegido, comprometido. ¡Ay de mí si no predicare el evangelio! Tiene que transmitir el amor de Dios que le quema dentro.

Pero si, después de haber leído el evangelio, quisiéramos presentar en un golpe de vista lo que es Francisco, simplemente tendríamos que pintar un pastor. Cristo nos dice: «Yo soy el buen pastor. El Buen Pastor conoce a sus ovejas y da la vida por ellas». Ordenado sacerdote, Francisco es enviado a la región de Chablais, al norte del lago de Ginebra. Es un reducto calvinista. Comienza a predicar en una iglesia semidesierta. Confirma a los pocos fieles que vienen. Busca en las casas a los alejados, a los herejes. No importa que le cierren las puertas. Les enviará hojas sencillas de vida cristiana. Algunos las miran con desdén, otros con curiosidad y otros, con admiración.

Verdaderamente Francisco es un buen reflejo de Cristo, Buen Pastor. Su vida son sus ovejas. Hay dos grandes fuerzas en su trato: la paciencia y la bondad. Ellas terminan abriendo el corazón de los herejes al amor de Dios.

Clemente VIII le nombra obispo de Ginebra. Para evitar confrontaciones con los protestantes, traslada la sede a Anney. Su celo de pastor le impone la renovación de la diócesis. Por eso, organiza la catequesis de los niños, prepara escuelas para la formación, predica y promueve los sacramentos, pasa largas horas en el confesonario.

Su ciencia, su prudencia y su bondad le hacen estar cerca de reyes, duques y cardenales Pero no duda en montar su caballo y con él acercarse a los fieles perdidos en la alta montaña: los pastores. Hombres buenos, incultos y necesitados de cuidados espirituales. Les habla con sencillez de Dios, sentado con ellos junto al fogón.

Hay una nota singular en la vida de Francisco, buen pastor. No sólo conoce a sus ovejas, sino que hace que sus ovejas se conozcan a sí mismas. Sabe que el hombre es verdaderamente hombre, cuando está en la órbita de Dios. Cuando sale de ella es como una estrella errante, camino de la relatividad o de la sombras de la nada. El hombre es verdaderamente hombre, cuando se siente creatura amada por su creador; cuando se siente redimido, amado por Cristo que dio su vida por él; cuando se siente llamado por el Espíritu a una relación profunda y amistosa.

Francisco descubre esta grandeza del alma a través de una intensa dirección espiritual de almas. Fueron muchos –nobles y gente sencilla– los que encontraron dirección y cauce para sus vidas en el trato con Francisco. En él encontró caminos nuevos el joven sacerdote Vicente de Paúl. En él encontró dimensiones nuevas la condesa de Chantal. Una de esas dimensiones nuevas fue la fundación de la Orden de la Visitación: las Salesas.

La dirección espiritual llevada a cabo por Francisco se prolongó más allá de su relación personal, mediante sus escritos: Tratado del amor de Dios, Introducción a la vida devota. En ellas han encontrado alimento espiritual, sano y apetitoso, muchas generaciones de cristianos y muchos sacerdotes. Todavía hoy siguen estando entre los libros clásicos de espiritualidad.

Queridos hermanos: la celebración de la fiesta de nuestro Patrono y Fundador, san Francisco de Sales, tiene lugar en el marco del Año de la Fe. El que ahora hace las veces de Cristo en la tierra, el Papa Benedicto XVI, nos invita a todos a redescubrir el gozo de poseer el inmenso don de la fe, a gozarnos en él y a comunicárselo a los demás. Las crisis que estamos padeciendo son, en última instancia, crisis profundas de fe. Porque su última y más importante causa radica en el alejamiento de Dios, en vivir como si Dios no existiera, en convertir en ídolos el dinero, el poder y el placer; en poner el hombre al servicio de la economía, del capital y del trabajo y no la economía, el capital y el trabajo al servicio del hombre. Necesitamos que haya cristianos coherentes y capacitados en nuestras instituciones y en todas las encrucijadas culturales de nuestra sociedad. Y eso requiere sacerdotes bien formados y profundamente creyentes, que formen bien a esos seglares y les aporten los auxilios espirituales que ellos necesitan: los sacramentos y la dirección espiritual. La catequesis de adultos en general y de adultos especializados es una urgencia de primer orden para cambiar este mundo nuestro, al que amamos profundamente y con pasión, porque es la parcela que Dios nos ha dado para que la cultivemos. San Francisco de Sales, pastor bien formado, hombre profundamente creyente, apóstol incansable de la catequesis y de la confesión, nos impulsa a trabajar con ahínco en esta noble tarea. Que él nos alcance la gracia de seguir sus pasos.

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