Fiesta de las Candelas
Parroquia de Sta. María la Real y Antigua – 2 febrero 2013
Llevado por las manos de María y José, Jesús entra en el templo como un niño de 40 días, hijo de padres pobres, para cumplir las exigencias de la ley de Moisés. Lo llevan como a tantos otros niños israelitas. Pasa desapercibido para la mayoría, escondido, oculto en su carne humana, nacido en un establo en las cercanías de la ciudad de Belén y nadie lo espera, a pesar de ser Dios. Está sometido a la ley del rescate, como su Madre a la de la purificación. Pero, aunque todo parezca indicar que nadie lo espera, el anciano Simeón va al templo y se encuentra con María y José, toma al Niño en sus brazos y pronuncia estas palabras: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,29-32).
La fiesta cristiana, que conmemora este episodio, comenzó a celebrarse bien pronto en Oriente con una alegría, casi pascual, de los fieles que se reunían en Jerusalén. Algún tiempo después, también Roma la acogió entre sus fiestas y la celebró muy solemnemente, teñida al principio de un color fuerte de penitencia pública. El Papa, el clero y el pueblo, salmodiando y cantando antífonas y llevando en sus manos candelas encendidas, se dirigían a la basílica de Santa María la Mayor, en donde se celebraba la misa solemne.
En unos lugares dieron más importancia a la Presentación de Jesús en el templo y en otros a la Purificación de María. A uno y otro aspecto le dan colorido las palabras del anciano Simeón dirigidas a Cristo: luz de las naciones y gloria de tu pueblo Israel. Jesús comenzó a ser luz desde el instante de su nacimiento. Se reveló como luz a los ojos de Simeón a los 40 días de su nacimiento. Como luz permaneció después 30 años en la vida oculta de Nazaret. Luego comenzó a enseñar, diciendo de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá luz de la vida» (Jn 8, 12). Cuando fue crucificado «vinieron las tinieblas sobre la tierra» (Lc 23,44), pero al tercer día estas tinieblas cedieron su lugar a la luz de la resurrección. ¡La luz está con nosotros!
¿Qué ilumina? La humanidad camina a oscuras. No termina de encontrar respuesta a preguntas que la angustian: la injusticia, la guerra, la incultura, el egoísmo, la muerte, el sentido de la existencia. No encuentra fácilmente respuestas. También cada uno de nosotros nos enfrentamos a un panorama oscuro a través del hombre subyugado a la concupiscencia de la carne, a la concupiscencia de los ojos y a la soberbia de la vida (cf. 1Jn 2,
16). Hemos de seguir a Cristo para encontrar con la luz los nuevos horizontes del pensamiento, del corazón, de la voluntad, del carácter, que nos llevan al hombre de sencillez, de humildad, de amor, de sacrificio desinteresado, hasta entender que «quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza» (IJn 2, 10).
Cristo ilumina en profundidad e individualmente el misterio del hombre y, a la vez, con cuánta delicadeza baja al secreto de las almas y de las conciencias humanas. Es el Maestro de la vida en el sentido más profundo. El único que ha revelado a cada uno de nosotros, y revela continuamente a tantos hombres, la verdad de que «el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega de sí mismo a los demás» (GS 24). Demos gracias hoy por la luz que está en medio de nosotros. Demos gracias por todo lo que se ha hecho luz en nosotros mismos por medio de Cristo: ha dejado de existir «la oscuridad» y lo «desconocido».
Celebramos este misterio de Cristo dentro de una fiesta mariana, en la que honramos a Santa María la Real y Antigua, vuestra patrona. Ella lleva al Niño en sus brazos. También en sus manos él es la luz de nuestras almas.
¡Tú has venido a ser Madre de nuestra luz a costa del gran sacrificio de tu Hijo, a costa del sacrificio materno de tu corazón!
La entrada de Jesús en el templo fue en los brazos de María. Una vela litúrgica encendida es un símbolo vivo de Cristo. También nosotros, con una vela encendida en la mano, manifestamos que somos portadores de Cristo. Nosotros lo recibimos a Él, de manos de nuestra santa madre la Iglesia. Sólo la Iglesia tiene poder para darnos a Cristo. Como las de María, las manos de la Iglesia son manos cariñosamente maternales. Para recibir a Cristo necesitamos acudir a la Iglesia. La fiesta de la Purificación tiene en la vida cristiana una realidad acuciantemente actual. «Antes erais tinieblas, ahora sois luz por el Señor. Vivid como hijos de la luz, pues toda bondad, justicia y verdad son frutos de la luz» (Ef 5,8-9).
El cristiano ha de ser fuente de luz, reflejo perfecto de la luz increada, de Cristo, y vehículo fiel del resplandor de Dios para todos los hombres. Pensemos, si de verdad somos una fuente de luz para otros. Por definición, la luz ha de expandir sus fulgores. La visión pagana de tantos problemas humanos ha de ser iluminada con esos rayos de luz. La verdad de nuestra vida cristiana es una candela encendida. La mentira en la vida es un apagón de la luz. Es de desear que las velas que llevamos a nuestras casas cobijen bajo su luz sagrada todos los problemas familiares de los hogares cristianos y de nuestras relaciones sociales en la vida de todos los días.
Hermanos, con esa luz revisemos hoy nuestra vida, con ojos iluminados por la presencia de Cristo y por la fe en su misión salvadora. Pidámosle prestados los ojos al anciano Simeón para apreciar la luz que procede de Cristo-niño y despreciar la oscuridad que proyecta la suficiencia humana. Y recordemos que Cristo pasó por nuestra vida en el momento del santo bautismo transfigurándonos en foco de luz. Lo sucedido con motivo de la Presentación de Jesús en el templo es la clausura del Antiguo Testamento y la apertura del Nuevo. En esta nueva economía de la gracia bautismal el cristiano puede estar constantemente viendo a Cristo y sintiendo su caricia de hermano que se nos ofrece recostado en los brazos de su Madre, que también es nuestra Madre.