Ejercicio de las 40 horas

Catedral – 12 febrero 2013

«Escogió a los Doce para que estuviesen con él y enviarles a predicar». Estas palabras resuenan de modo especial en esta celebración de las Cuarenta Horas en el Año de la Fe. Son palabras con las que Cristo señala el camino que él recorrió antes de enviar a los Doce a predicar el evangelio. Antes de enviarles como apóstoles quiso hacerles discípulos suyos.

Para lograr este objetivo no formó con ellos una escuela de Sagrada Escritura, semejante a las que había en Jerusalén, en la que pudiese explicarles su doctrina; como hacían los rabinos respecto a la Ley y los profetas. Él los escogió para que tuviesen la experiencia de convivir con él, de estar con él en el trabajo y el descanso, cuando predicaba y cuando curaba a los enfermos, cuando se retiraba al monte a orar o cuando tenía delante grandes multitudes. Él quería dejar claro que sus apóstoles debían ser amigos suyos, personas ganadas para su causa por el amor, hombres que habían tenido con él un encuentro tan íntimo e intenso que nada ni nadie pudiera impedirles comunicar a los demás lo que habían visto y oído.

En esa experiencia aprendieron que su vida había cambiado de sentido y de rumbo no porque ellos hubieran sido deslumbrados por unas ideas, sino porque se habían encontrado personalmente con él y habían quedado tan subyugados, que su vida ya no podían concebirla sin él. Aprendieron tan bien la lección, que cuando llegó el momento de llenar el hueco que había dejado Judas, siguieron el mismo criterio, y eligieron a uno que desde el principio había estado con ellos y había sido testigo de la resurrección.

Queridos hermanos: todos nosotros hemos sido incorporados a la misión de Jesucristo y hechos profetas, sacerdotes y reyes cuando nos bautizaron. En virtud de esta realidad, hemos recibido la encomienda de anunciar el Evangelio en el ambiente familiar, profesional y social en que cada uno de nosotros nos movemos. Es decir, hemos sido hechos apóstoles. Ahora bien, es imposible que cumplamos con esta maravillosa encomienda, si antes no nos hacemos discípulos. Es decir, si antes no consideramos que es un inmenso honor ser cristianos. Si pensamos que ser cristianos no vale la pena o que es una carga pesada, incluso insoportable, no podremos ser apóstoles. Ahora bien, si no somos apóstoles no podremos comunicar a quienes nos rodean que Jesucristo les quiere y les invita a seguirle, porque quiere hacerles felices en esta vida y, sobre todo, en la otra.

¿Qué hacer para tener esta experiencia y encontrarnos personalmente con Jesucristo, de modo que entre él y nosotros surja una verdadera amistad? La respuesta la encontramos en lo que ahora estamos haciendo: la Eucaristía. Ciertamente, podemos encontrar a Jesucristo en la Palabra, en los sacramentos, en la comunión fraterna, en los pobres y necesitados. Pero él se hace presente como verdadero Dios y como verdadero hombre en la Eucaristía. Sólo ella nos da acceso al Cristo que convivió con los Apóstoles, al Cristo que les fue formando poco a poco, que corrigió sus defectos, que les quitó sus miedos, que les hizo entender que su reino no era de este mundo y que las armas que deberían emplear para sacarlo adelante no eran el poder y el dinero, sino el amor, la pobreza, la humildad, la justicia y la entrega generosa al prójimo por amor a Dios.

¡Qué bien se entienden en esta perspectiva aquellas palabras proféticas que Benedicto XVI dejó escritas al principio de su primera encíclica: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello una nueva orientación, con una Persona que cambia completamente nuestra vida!» (DeCa, 1). El Año de la fe es, pues, una invitación ferviente a redescubrir de nuevo la Persona de Jesucristo en la Eucaristía. Es decir, a intensificar el trato con Él.

En primer lugar, participando en la misa del domingo y, a ser posible, en la misa de cada día. Pero este trato no puede reducirse sólo a eso. Así nos lo enseñan todos los santos, los cuales, además de participar con frecuencia y fervor en la Misa y comulgar sacramentalmente, han pasado muchas horas ante Jesús Sacramentado, en el silencio de una capilla donde está reservado o expuesto en la Custodia. El último gran modelo ha sido el Beato Juan Pablo II, el cual había dispuesto su despacho de tal modo que pudiera trabajar constantemente en la presencia del Señor; además de pasar horas y horas a solas con él. Su vida es el mejor ejemplo de cómo el trato con Jesucristo en la Eucaristía no es obstáculo sino impulso para trabajar hasta la extenuación y un certificado de garantía para cosechar frutos apostólicos.

Por ello, queridos hermanos, os invito a que hagáis hoy el firme propósito de visitar con frecuencia a Jesucristo en la Eucaristía a lo largo de este Año de la fe. En concreto, os invito a que cada día hagáis una visita al Sagrario de vuestras parroquias o comunidades; y, si no es posible por los horarios de apertura y cierre de la parroquia, a que los hagáis en la capilla del Santo Cristo de esta Catedral, en las Esclavas o en las Clarisas, donde está expuesto a diario el Santísimo durante varias horas. Os invito también a que os hagáis miembros de la Adoración Nocturna de hombres y de mujeres; y a que os inscribáis en la Adoración Perpetua, es decir, en la adoración que se hace de día y de noche y sin interrupción– en la parroquia de san José Obrero. ¿Quién no puede comprometerse a estar una hora a la semana acompañando al Señor, que es lo que se exige en la Adoración Perpetua?

Benedicto XVI nos ha dejado dicho en la exhortación Sacramentum caritatis: «Unido a la asamblea sinodal, recomiendo ardientemente a los Pastores de la Iglesia y al Pueblo de Dios la práctica de la adoración eucarística, tanto personal como comunitaria…Deseo animar a las asociaciones de fieles, así como a las Cofradías, que tienen esta práctica como un compromiso especial, a ser fermento de contemplación para toda la Iglesia» (SaCa 67).

Si así lo hacemos, el Año de la fe dejará huella en nuestra vida y nuestras comunidades y nuestra diócesis recibirán un fuerte impulso de renovación. Amén.

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