Jornada de la Vida Consagrada

por administrador,

Parroquia de S. Lesmes – 2 febrero 2013

El evangelio que acabamos de proclamar nos ha situado en el corazón de la fiesta que estamos celebrando. María y José llevan a Jesús al Templo «para presentarlo al Señor». El que es el nuevo Templo de Dios entra en al antiguo Templo. Viene a visitar a su pueblo, llevando a cumplimiento lo que mandaba la antigua Ley e inaugurando los tiempos finales de la salvación. Se revela así quién es el Hijo de la Virgen, que nació hace cuarenta días en Belén: es el consagrado del Padre, que viene a este mundo para cumplir fielmente su voluntad.

El profeta Simeón lo señala como «luz para alumbrar a las naciones» y anuncia su ofrenda suprema a Dios en la Cruz y su victoria final. Cristo Luz, que caracterizó el ciclo de las fiestas navideñas y culminó en la solemnidad de la Epifanía, vuelve de nuevo y se prolonga en la fiesta de hoy. Acojamos, pues, a Jesucristo como Luz del mundo y proclamemos con los labios y con nuestra vida que Él es luz de nuestro mundo, luz de nuestra Europa, luz de nuestra Iglesia, luz de nuestra vida.

En el día en que la Iglesia celebra la Presentación del Señor en el Templo, celebra también la Jornada de la Vida Consagrada. El Beato Juan Pablo II supo ver que la Presentación en el Templo es una imagen elocuente de la entrega total de la propia vida de los hombres y mujeres que están llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo «los rasgos de Jesús virgen, pobre y obediente». Por este motivo, hizo coincidir la Presentación del Señor con la Jornada anual de la vida consagrada.

Todos los años anteriores la hemos celebrado en la Catedral y a ella volveremos nuevamente desde el año próximo. El hecho de que estemos en la Iglesia de san Lesmes, indica que la Jornada de este año tiene un matiz particular y reclama un marco también especial. Este no es otro que el Año de la Fe. Quería Juan Pablo II que uno de los objetivos de la Jornada fuera provocar en el pueblo fiel un mayor conocimiento y un mayor aprecio de la vocación religiosa y consagrada, pero no teórico sino por la participación en la celebración de la Jornada, especialmente en la Eucaristía. La capilla de Santa Tecla, de la Catedral, no tiene capacidad suficiente para lograr esta finalidad. En cambio, sí lo tiene la Iglesia cuyo titular es el Patrono de la Ciudad. Esta es la razón de encontrarnos en san Lesmes.

Me gustaría, queridos hermanos y hermanas consagrados, compartir con vosotros algunas ideas que puedan ayudarnos a vivir el Año de la Fe en y desde vuestra vocación y carisma específico.

Ante todo, el Año de la Fe ha de ser para vosotros un año de gracia especial, en el que ante todo y sobre todo, reviváis el gozo de haber sido escogidos por Dios para seguirle en el camino de la vida consagrada. Fruto de este gozo será una gran acción de gracias al Padre, dador de todo bien por el don de esta vocación. No tenéis necesidad de buscar otras tareas o complementos para sentiros plenamente realizados como personas y como bautizados. Basta con que sigáis con toda fidelidad la encomienda que Dios os ha dado. Salirse de ese camino es, sencillamente, un descamino que sólo conduce a la insatisfacción, a la esterilidad y, quizás, al abandono.

Amad, pues, vuestra vocación. Cada una y cada uno la suya en concreto. No existe el carisma religioso y consagrado en abstracto. El Espíritu Santo ha querido dar a la Iglesia carismas específicos concretos. En unos, predomina, la dimensión activa, en otros, la contemplativa. Y, en cada una de esas dos grandes ramas, la riquísima variedad que hoy conocemos. Sería un empobrecimiento para la Iglesia y una infidelidad al Espíritu Santo, unificar y nivelar todos los carismas. Ningún carisma es capaz de expresar toda la riqueza del Misterio de Cristo. Son necesarios muchos carismas y cada uno ha de reflejar aquel aspecto específico para el que fue suscitado por el Espíritu Santo. En la especificidad, armonía y complementariedad de los carismas radica la fecundidad para la Iglesia y para el mundo.

El amor apasionado a vuestro carisma específico os llevará a realizar una profunda renovación personal y comunitaria, redescubriendo la actualidad que tienen los Consejos evangélicos y la urgencia de vivirlos con absoluta radicalidad. Los Consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, además de hacernos pobres, castos y obedientes para imitar a Jesucristo, «refuerzan la fe, la esperanza y la caridad», como recuerda Benedicto XVI. Os animo a que durante este Año de la Fe profundicéis cada vez más en vuestra relación con Dios mediante el género de vida que El mismo os ha marcado.

La lectura, meditación y oración sobre los escritos de vuestros respectivos Fundadores y Fundadoras son un instrumento imprescindible para esta renovación. A lo largo de este Año de la Fe preguntaos, una y otra vez: Si mi Fundador y mi Fundadora viviera en mi «hoy» y mi «aquí» ¿cómo encarnaría el carisma recibido y cómo viviría la pobreza, la castidad y la obediencia?

Me gustaría añadir que aquí radica la aportación que estáis llamados a prestar a la nueva evangelización. Si renováis vuestra fidelidad al propio carisma y si renováis vuestra vida de entrega al Señor, todo el pueblo de Dios saldrá beneficiado. Porque os llevará a tener una presencia más intensa, más cualificada y más benéfica en el pueblo de Dios. Pensad que todos vuestros Fundadores y Fundadoras han sido santos; y que esa santidad de vida les llevó a emprender empresas valientes, difíciles y hasta imposibles, hablando a lo humano. Abrieron caminos de apostolado en los frentes más difíciles y obtuvieron frutos asombrosos, incluso en medio de grandes persecuciones e incomprensiones. Entusiasmos, pues, con la apasionante tarea apostólica que os abre la nueva evangelización y entregaos a ella con verdadera pasión.

Antes de concluir, quiero dirigir una palabra a los fieles aquí congregados. Vosotros representáis, de alguna manera, a toda la comunidad cristiana de Burgos. Os pido y agradezco que apreciéis la vida consagrada. Rezad por ellos y pedid a Dios que les envíe abundantes vocaciones. A los que estáis casados, os diría aún más: amad vuestra vocación matrimonial. El matrimonio es una vocación, una verdadera vocación que Dios da a la mayoría. Es ella la que, además de santificaros a vosotros y a los hijos, se convierte en el semillero de las vocaciones religiosas y sacerdotales.

Que la Santísima Virgen nos lleve a todos hasta su Hijo, para que avive con su luz, la luz de nuestra fe, de nuestro amor y de nuestra propia vocación.

Fiesta de las Candelas

por administrador,

Parroquia de Sta. María la Real y Antigua – 2 febrero 2013

Llevado por las manos de María y José, Jesús entra en el templo como un niño de 40 días, hijo de padres pobres, para cumplir las exigencias de la ley de Moisés. Lo llevan como a tantos otros niños israelitas. Pasa desapercibido para la mayoría, escondido, oculto en su carne humana, nacido en un establo en las cercanías de la ciudad de Belén y nadie lo espera, a pesar de ser Dios. Está sometido a la ley del rescate, como su Madre a la de la purificación. Pero, aunque todo parezca indicar que nadie lo espera, el anciano Simeón va al templo y se encuentra con María y José, toma al Niño en sus brazos y pronuncia estas palabras: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,29-32).

La fiesta cristiana, que conmemora este episodio, comenzó a celebrarse bien pronto en Oriente con una alegría, casi pascual, de los fieles que se reunían en Jerusalén. Algún tiempo después, también Roma la acogió entre sus fiestas y la celebró muy solemnemente, teñida al principio de un color fuerte de penitencia pública. El Papa, el clero y el pueblo, salmodiando y cantando antífonas y llevando en sus manos candelas encendidas, se dirigían a la basílica de Santa María la Mayor, en donde se celebraba la misa solemne.

En unos lugares dieron más importancia a la Presentación de Jesús en el templo y en otros a la Purificación de María. A uno y otro aspecto le dan colorido las palabras del anciano Simeón dirigidas a Cristo: luz de las naciones y gloria de tu pueblo Israel. Jesús comenzó a ser luz desde el instante de su nacimiento. Se reveló como luz a los ojos de Simeón a los 40 días de su nacimiento. Como luz permaneció después 30 años en la vida oculta de Nazaret. Luego comenzó a enseñar, diciendo de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá luz de la vida» (Jn 8, 12). Cuando fue crucificado «vinieron las tinieblas sobre la tierra» (Lc 23,44), pero al tercer día estas tinieblas cedieron su lugar a la luz de la resurrección. ¡La luz está con nosotros!

¿Qué ilumina? La humanidad camina a oscuras. No termina de encontrar respuesta a preguntas que la angustian: la injusticia, la guerra, la incultura, el egoísmo, la muerte, el sentido de la existencia. No encuentra fácilmente respuestas. También cada uno de nosotros nos enfrentamos a un panorama oscuro a través del hombre subyugado a la concupiscencia de la carne, a la concupiscencia de los ojos y a la soberbia de la vida (cf. 1Jn 2,

16). Hemos de seguir a Cristo para encontrar con la luz los nuevos horizontes del pensamiento, del corazón, de la voluntad, del carácter, que nos llevan al hombre de sencillez, de humildad, de amor, de sacrificio desinteresado, hasta entender que «quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza» (IJn 2, 10).

Cristo ilumina en profundidad e individualmente el misterio del hombre y, a la vez, con cuánta delicadeza baja al secreto de las almas y de las conciencias humanas. Es el Maestro de la vida en el sentido más profundo. El único que ha revelado a cada uno de nosotros, y revela continuamente a tantos hombres, la verdad de que «el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega de sí mismo a los demás» (GS 24). Demos gracias hoy por la luz que está en medio de nosotros. Demos gracias por todo lo que se ha hecho luz en nosotros mismos por medio de Cristo: ha dejado de existir «la oscuridad» y lo «desconocido».

Celebramos este misterio de Cristo dentro de una fiesta mariana, en la que honramos a Santa María la Real y Antigua, vuestra patrona. Ella lleva al Niño en sus brazos. También en sus manos él es la luz de nuestras almas.

¡Tú has venido a ser Madre de nuestra luz a costa del gran sacrificio de tu Hijo, a costa del sacrificio materno de tu corazón!

La entrada de Jesús en el templo fue en los brazos de María. Una vela litúrgica encendida es un símbolo vivo de Cristo. También nosotros, con una vela encendida en la mano, manifestamos que somos portadores de Cristo. Nosotros lo recibimos a Él, de manos de nuestra santa madre la Iglesia. Sólo la Iglesia tiene poder para darnos a Cristo. Como las de María, las manos de la Iglesia son manos cariñosamente maternales. Para recibir a Cristo necesitamos acudir a la Iglesia. La fiesta de la Purificación tiene en la vida cristiana una realidad acuciantemente actual. «Antes erais tinieblas, ahora sois luz por el Señor. Vivid como hijos de la luz, pues toda bondad, justicia y verdad son frutos de la luz» (Ef 5,8-9).

El cristiano ha de ser fuente de luz, reflejo perfecto de la luz increada, de Cristo, y vehículo fiel del resplandor de Dios para todos los hombres. Pensemos, si de verdad somos una fuente de luz para otros. Por definición, la luz ha de expandir sus fulgores. La visión pagana de tantos problemas humanos ha de ser iluminada con esos rayos de luz. La verdad de nuestra vida cristiana es una candela encendida. La mentira en la vida es un apagón de la luz. Es de desear que las velas que llevamos a nuestras casas cobijen bajo su luz sagrada todos los problemas familiares de los hogares cristianos y de nuestras relaciones sociales en la vida de todos los días.

Hermanos, con esa luz revisemos hoy nuestra vida, con ojos iluminados por la presencia de Cristo y por la fe en su misión salvadora. Pidámosle prestados los ojos al anciano Simeón para apreciar la luz que procede de Cristo-niño y despreciar la oscuridad que proyecta la suficiencia humana. Y recordemos que Cristo pasó por nuestra vida en el momento del santo bautismo transfigurándonos en foco de luz. Lo sucedido con motivo de la Presentación de Jesús en el templo es la clausura del Antiguo Testamento y la apertura del Nuevo. En esta nueva economía de la gracia bautismal el cristiano puede estar constantemente viendo a Cristo y sintiendo su caricia de hermano que se nos ofrece recostado en los brazos de su Madre, que también es nuestra Madre.