Inicio del pontificado del papa Francisco

Catedral – 19 marzo 2013

Hace un mes, nos reuníamos en la parroquia de san Lesmes para agradecer al Señor el inmenso regalo del Pontificado de Benedicto XVI. A la vez, queríamos acompañar a ese gran Pontífice en el momento en que dejaba el timón de la barca de Pedro en las manos del Espíritu Santo, para que eligiera otra persona con fuerzas físicas suficientes, para pilotarla en este momento de turbulencia en el mundo y en la Iglesia.

Hoy volvemos a reunirnos en la Iglesia-Madre, la Catedral, para agradecer al Espíritu Santo –junto con el Padre y el Hijo– un nuevo regalo: la elección del Papa Francisco como Pastor Supremo de su Iglesia y como Cabeza y fundamento visible de unidad. Gratias tibi, Deus, gratias tibi. Muchas gracias, muchísimas gracias, Señor, por el nuevo Vicario de Jesucristo en la Tierra.

Todos sabemos que la revelación concluyó con la muerte del último apóstol; es decir, las intervenciones –digamos ‘oficiales’– de Dios con los hombres. Pero esto no quiere decir que Dios se haya ausentado de la vida de los hombres y haya abandonado las riendas de la historia. No. Dios sigue realizando su obra de salvación y nos sigue hablando a través de personas y acontecimientos. A nosotros nos corresponde saber interpretarlos lo más claramente posible y actuar en consecuencia. Por ello, hoy tenemos que preguntarnos, a la luz de la Palabra de Dios, qué mensaje nos está enviando el Señor con la elección del nuevo Pontífice.

El cardenal Bergoglio no entraba en las quinielas de los llamados vaticanistas, ni en los cálculos que se hacían desde todas las tribunas televisivas y radiofónicas. Se podría decir que tampoco entraba en los cálculos de los fieles. Yo estaba en la Plaza de san Pedro en el crítico instante de salir la «fumata bianca», junto a una periodista alemana que era protestante y otras personas. Dialogábamos mientras llegaba el esperado «habemus Papam», sobre quién sería el nuevo Pontífice. Ninguno pensábamos en el arzobispo de Buenos Aires. Sin embargo, ha sido él el elegido por el Espíritu Santo.

Con ello, el Espíritu nos ha recordado que la historia la escribimos no sólo los hombres sino principalmente Dios. Él elige en cada momento el instrumento que considera más adecuado y le dota de todas las gracias que necesita para llevar adelante su misión. Lo hizo con Pedro y los demás apóstoles, y lo hace con cada uno de nosotros. ¡Ojalá que la presencia del Papa Francisco –que los medios de comunicación nos irán transmitiendo de modo permanente y en tiempo real–, sirva para recordarnos que detrás del fundamento y principio visible de la Iglesia está el verdadero fundamento y principio, aunque sea invisible: Jesucristo! Como recoge la escena de la Capilla de la Sucesión Apostólica, de la Conferencia Episcopal Española, Jesucristo es el que va al frente de la barca de los apóstoles y el que empuja los peces para que ellos puedan tener suceso en la faena de la pesca.

Junto a esta actitud de fe, de visión sobrenatural, la elección de un nuevo Papa ha de servir para que imitemos la actitud del Papa Benedicto XVI, y le manifestamos nuestra incondicional obediencia y reverencia. «Quien a vosotros recibe, a Mí me recibe; quien a vosotros desprecia, a Mí me desprecia». Estas palabras valen de modo especial para el que es Princeps pastorum, para que el que tiene la misión de guiar a los demás pastores y a los fieles por el camino que conduce hacia el encuentro definitivo con Dios, en la Patria del Cielo. Hagamos hoy el firme propósito de conocer su Magisterio, asumirlo con el corazón y con la cabeza, tratar de encarnarlo en nuestra vida y difundirlo con integridad y fidelidad.

A nadie se oculta que el Papa Francisco tiene ante sí grandes retos. Pienso en la renovación del clero y del pueblo, en la nueva evangelización, en la unión de los cristianos, en el diálogo interreligioso, en la defensa de la vida de los no nacidos y de los enfermos terminales, en la justa distribución de la riqueza, en la expansión de la fe en el continente asiático, especialmente en China, en la paz y en los injustos desequilibrios entre los países ricos y los países pobres, en la promoción de la mujer. ¡Demasiados problemas y demasiado grandes para que él solo pueda resolverlos!

Dios le encomienda a él esa tarea. Él tiene la responsabilidad primera y suprema. Pero todos estamos implicados, porque todos somos Iglesia. Todos formamos una comunión y todos, por tanto, somos corresponsables y hemos de comprometernos. Esta ha sido una de las grandes aportaciones del Concilio Vaticano II. La Iglesia no se identifica con la jerarquía ni se define a partir de la jerarquía. Lo decisivo es el Bautismo, que nos introduce en el Pueblo de Dios y en el Cuerpo Místico de Cristo. Luego vendrá la diversidad de ministerios: el Papa y los Obispos, los fieles laicos –hombres y mujeres– y los religiosos. Cada uno tenemos una función específica, que los demás han de reconocer, respetar, potenciar y acoger como un don propio. Nadie puede dejar de hacer lo que a él le corresponde.

Por eso, el nuevo Pontífice ha de contar con todos y cada uno de nosotros para realizar su tarea de presidir en la caridad. Todos y cada uno hemos de ser leales a la doctrina de Jesucristo, y fieles a nuestra vocación específica. Los sacerdotes, fieles a nuestro ministerio sagrado; los religiosos, fieles al carisma de su congregación o instituto; los laicos, fieles a su vocación de casados –que es la vocación de la mayoría de los cristianos– o fieles a su celibato y virginidad, si tienen la vocación de entrega apostólica en medio del mundo.

Hoy, queridos hermanos, es la fiesta de san José, Patrono de la Iglesia y de todos los papás. Esta mañana, el Papa ha celebrado la Misa del comienzo de su Pontificado y le ha propuesto como modelo a seguir. San José, nos ha dicho, llevó una vida de silencio, sencilla y sin hacer ruido. Pero con una total fidelidad a su vocación de custodio de la Virgen y de Jesús. Toda su vida no fue otra cosa que hacer lo que Dios le iba indicando en cada momento y situación; y hacerlo con bondad y espíritu de servicio. Nos ha recordado que san José fue grande porque convirtió su vida en un acto de servicio. Mirándole a él, entendemos mejor que «el verdadero poder es el servicio, el servicio a todos, especialmente a los más débiles y necesitados: los niños, los enfermos, los ancianos. Más aún, nos ha concretado que esos «pobres y pequeños» no son algo abstracto, sino personas concretas y cercanas a nosotros: los padres han de cuidar a sus hijos cuando son pequeños, los hijos han de cuidar a los padres cuando son mayores, los amigos han de cuidar a los amigos enfermos, todos hemos de cuidar a todos los necesitados que pasan junto a nosotros en el camino de la vida.

Antes de concluir quiero felicitar con todo cariño a los papás, aunque ya esté concluyendo el Día del Padre. ¡Que Dios os bendiga y proteja en vuestra irreemplazable misión de transmitir la fe a vuestros hijos! Quiero también recordarnos a todos: a vosotros y a mí, que el mayor regalo que podemos hacer hoy y en adelante al Papa es cumplir lo que nos ha pedido: «rezad por mí». Nos lo pidió en el momento de aparecer en el balcón de san Pedro; se lo pidió a los cardenales; se lo pidió a los fieles de la iglesia de santa Ana, donde celebró la misa; y nos lo ha pedido a todos en el momento de asumir oficialmente la Cátedra de Pedro. Recemos por el Papa, recemos mucho por su persona, por sus intenciones y por su ministerio. Hagamos de la Iglesia una iglesia que espera al Espíritu en un clima intenso y continuado de oración, bien unidos a la Madre de Jesús. Que sea realidad aquello de «omnes cum Petro ad Iesum per Mariam»: vayamos todos a Cristo de la mano de María y de Pedro. Amén.

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