Domingo de Ramos

Plaza de Santa maría – 24 marzo 2013

Con la celebración de hoy hemos entrado en la Semana Grande de nuestra redención. Hemos comenzado acompañando a Jesucristo, que hacía su entrada en Jerusalén como Mesías, como Redentor que venía a cumplir la misión que su Padre le había encomendado, de dar la vida por nosotros. Como los niños hebreos, hemos cantado llenos de alegría y entusiasmo: «¡Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor, hosanna en lo alto del cielo!». Desde hoy se multiplicarán las celebraciones litúrgicas y populares para seguir acompañando a Jesucristo; primero, en la humillación de su Pasión y Muerte, y, después, en el triunfo de su Resurrección gloriosa. Yo os invito a participar en esas celebraciones con amor y fervor.

Pero no podemos engañarnos. Si al final de la Semana Santa no nos hemos encontrado con Jesucristo en el sacramento de la Reconciliación y en la reconciliación con los hermanos, la Semana Santa habrá sido –en el mejor de los supuestos– vistosa y sentimental, pero no habrá sido la Semana que Jesucristo espera de nosotros. Si al comenzar la Semana Santa estamos alejados de él, porque hace mucho que no nos confesamos o porque llevamos una vida desarreglada; y, al final de la misma, no hemos confesado nuestros pecados y recibido la absolución, la Semana Santa no ha sido realmente tal para nosotros. Más aún, corremos el riesgo de convertir nuestro ‘hosanna’ de hoy, en un ‘crucifícalo’, en la tarde del Viernes Santo.

Acercaos, pues, hermanos, al sacramento de la confesión. Cuanto más lejos estéis de Dios de la práctica religiosa, tanto más razón para que este año os reconciliéis con Dios y con los hermanos. El Papa Francisco nos lo ha dicho con amor y claridad al poco de ser elegido Vicario de Jesucristo. Él nos ha dicho que «Jesucristo no se cansa de perdonar; somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón». Y ha añadido: «No nos cansemos de pedir perdón».

En los últimos años se ha ido difundiendo la idea de que no existe el bien y el mal, la verdad y la mentira, la gracia y el pecado. Más aún, se ha insistido machaconamente, que no existe el pecado, sobre todo el pecado grave; y, por tanto, que ya no hay que confesarse. Todos sabemos que esto no es verdad. A poca sinceridad que tengamos, hemos de reconocer que somos soberbios, que amamos desmesuradamente el dinero y la comodidad, que la lujuria nos vence, que justificamos lo injustificable, que tratamos mal al prójimo, que damos escándalo a los niños, que nos olvidamos mucho de Dios; y tantas cosas más. Reconozcamos esta realidad y pongamos remedio. El remedio es reconocerlo y pedirle perdón en la confesión.

La Pasión y Muerte de Jesucristo, que hemos proclamado hace unos momentos, no fue una Pasión y Muerte causada por la malicia de los dirigentes judíos, la cobardía de Pilatos y la superficialidad de un pueblo que se dejó manipular por sus autoridades. Ellos, ciertamente, tuvieron su parte de responsabilidad. Pero todos somos responsables, todos hemos llevado a la muerte a Jesucristo. Han sido nuestros pecados y los pecados de todos los hombres y mujeres del mundo los que han llevado a Jesucristo a entregar su vida para destruirlos y abrirnos las puertas del Paraíso. Los grandes protagonistas de la Pasión y Muerte del Señor fueron, por una parte, los pecados de los hombres; y, por otra, su inmenso amor. Al fin, fue más grande, muchísimo más grande que nuestra ingratitud y maldad, su amor por nosotros.

A lo largo de la Cuaresma hemos escuchado la voz maternal de nuestra madre la Iglesia que nos recordaba con insistencia y amor: «Han llegado los días de penitencia; expiemos nuestros pecados y salvaremos nuestras almas». Y esto otro: «Este es el tiempo favorable, este es el tiempo de salvación». No desoigamos esta voz de tan buena madre, que únicamente busca nuestro bien. No digamos ‘ya lo haré’, ‘ya me confesaré más tarde’. Recordemos lo que cantaba el poeta castellano: «¡Cuántas veces el Ángel me decía //: alma, asómate ahora a la ventana //, verás con cuanto amor llamar porfía! // Y cuántas, hermosura soberana, // mañana le abriremos respondía, // para lo mismo responder mañana».

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