Misa Crismal

Catedral – 27 marzo 2013

1. Este es un día muy especial. Nos encontramos los sacerdotes de todo el presbiterio diocesano, concelebrando esta solemne liturgia de la Misa Crismal, en la que agradecemos el don de nuestro sacerdocio y renovamos con gozo nuestros compromisos sacerdotales. En ella consagramos también los Óleos con los que ungiremos a los nuevos bautizados, a los que reciben el don del Espíritu Santo en la Confirmación, y a los enfermos, llevándoles el consuelo y la fortaleza de Cristo y ayudándoles a convertir sus dolores en instrumento de redención.

Por otra parte, es una oportunidad especial para manifestaros mi gratitud por vuestra ayuda, callada y sencilla pero valiosísima. Sin ella, no podría cumplir las obligaciones de Pastor de esta querida diócesis. Gracias, muchísimas gracias, y que Dios os siga haciendo instrumentos de comunión y de fraternidad.

2. Este año querría reflexionar con vosotros sobre unas palabras de los compromisos sacerdotales. Son éstas: –»¿Queréis ser fieles dispensadores de los misterios de Dios, por medio de la sagrada Eucaristía y de las demás acciones litúrgicas?». Estas palabras remiten a la Plegaria de ordenación sacerdotal. Allí se explicita e incluye expresamente el ministerio de la reconciliación. Se ha querido subrayar así la centralidad que tienen la Eucaristía y el sacramento de la Penitencia en el ejercicio del ministerio sacerdotal.

3. Todos conocemos la crisis profunda que atraviesa este sacramento desde hace varias décadas. Es una crisis tanto más preocupante, cuanto que apunta a otra mucho más grave: la minusvaloración del pecado e incluso la pérdida de sensibilidad ante el mismo. No podemos aceptar esta situación, sino que ha de ser motivo de una renovada audacia en proponer de nuevo el sentido y la práctica de este sacramento. Entre otros motivos, porque es esencial para la vida cristiana, supuesta nuestra debilidad. Y porque es parte importante de la nueva evangelización, como repitió el Papa Benedicto XVI.

En el clima de Jueves Santo –al que de suyo pertenece la liturgia que estamos celebrando– sintamos la gracia del sacerdocio como una superabundancia de misericordia y redescubramos nuestra vocación como lo que realmente es: un «misterio de misericordia». Misericordia es, en efecto, la gratuidad con la que Dios nos ha elegido; misericordia es la condescendencia con la que nos llama a actuar como representantes suyos, aunque sepamos que somos pecadores; y misericordia es el perdón que él siempre concede y nunca rechaza, como no rechazó el de Pedro después de haber renegado de él, ni el de Pablo, después de haberle perseguido con saña. Misterio grande, hermanos sacerdotes: Cristo no ha tenido miedo de elegir a sus ministros de entre los pecadores y convertirnos, como a Pablo y Pedro, en ministros de la reconciliación.

La experiencia de estos dos apóstoles nos lleva a abandonarnos a la misericordia de Dios y entregarle, con sincero arrepentimiento, nuestras debilidades, reavivar la gracia que recibimos con la imposición de manos y volver a nuestro camino de santidad. Es hermoso poder confesar nuestros pecados y sentir el bálsamo del perdón. Sólo quien tiene la experiencia del amor del Padre, como lo describe la parábola del hijo pródigo –»se echó al cuello y le besó efusivamente»–, puede trasmitir a los demás el mismo calor, cuando ejerce como ministro del perdón. Hermanos sacerdotes: recurramos asiduamente al sacramento de la reconciliación y recuperemos fuerzas para enfrentarnos a la gravísima crisis que sufre este sacramento.

El pasado domingo, decía el Papa Francisco en la homilía de la Misa de Ramos: «No debemos creer al Maligno, que nos dice: No puedes hacer nada contra la violencia, la corrupción, la injusticia, contra tus pecados. Jamás hemos de acostumbrarnos al mal. Con Cristo, podemos transformarnos a nosotros y el mundo. Debemos llevar la victoria de la cruz de Cristo a todos y por doquier».

Lo que nos inspira confianza para afrontar decididamente la recuperación de este Sacramento es la fuerza de Cristo, la capacidad de cambiar los corazones que tiene el misterio de la Cruz, y el amor de Dios Padre, que ha enviado a su Hijo al mundo, no para condenarlo sino para salvarlo. En definitiva, no ponemos en nosotros mismos la capacidad de cambiar y convertir a los pecadores, sino reconocemos que es el poder y la fuerza de Dios.

Pero nosotros hemos de poner de nuestra parte lo poco que somos y poseemos. Porque Cristo quiere contar con ello, como quiso contar con los cinco panes y dos peces a la hora de realizar el prodigioso milagro. Eso poco es «nuestra disponibilidad», nuestra generosidad para administrar el sacramento del perdón. No tengáis miedo a meteros en el confesonario y estar allí un tiempo generoso en espera de los pecadores. La experiencia confirma que esas horas nunca terminan siendo vacías y vanas.

Y, junto a esa disponibilidad, la capacidad de acogida, de escucha, de diálogo, de paciencia y de amor. Sin olvidar la lógica de comunión que caracteriza este sacramento. El pecado mismo no se comprende del todo si se lo considera exclusivamente como algo privado, olvidando que afecta a todo el Cuerpo Místico, a toda la comunidad; y que hace disminuir su nivel de santidad. Con mayor razón, la oferta del perdón expresa un misterio de solidaridad sobrenatural, cuya lógica profunda se basa en la unión íntima que existe entre Cristo-Cabeza y sus miembros.

Por eso, os invito a que ayudéis al pueblo a redescubrir este aspecto del sacramento, incluso con liturgias penitenciales y con la práctica de la segunda forma prevista en el ritual: confesión y absolución individual en un marco comunitario. Esto nos ayudará también a reforzar nuestros lazos de fraternidad, pues tendremos que ayudarnos unos a otros en este tipo de celebraciones penitenciales.

Queridos hermanos: permitidme que concluya con unas bellísimas y esperanzadoras palabras del Papa Francisco, también en la misa de Ramos. Decía él: «No seáis nunca hombres, mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por el desánimo». Y daba este argumento: «Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo, sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar a este mundo nuestro».

Que Santa María la Mayor nos bendiga. Que Ella –refugio de pecadores, y madre y abogada de la divina gracia– traiga a los cristianos alejados, a los pies de quienes somos ministros de su Hijo en el ministerio de la reconciliación; para que así les devolvamos la alegría y el gozo que trae consigo volver a la casa paterna, a la casa de los hijos de Dios. Amén.

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