Pascua de Resurrección

Catedral – 31 marzo 2013

¡Cristo ha resucitado!! ¡¡No busquéis entre los muertos al que está vivo!! Jesucristo no es una persona que pasó por el mundo haciendo el bien y luego murió dejándonos un recuerdo. No. Jesucristo vive, Jesucristo ha vencido a la muerte y al pecado. El Padre ha aceptado su sacrificio y le ha glorificado, porque entregó su vida por amor –según Él se lo había indicado– y ha liberado a los hombres de todos los tiempos del pecado y de la muerte eterna. Incluso ha devuelto a la creación la bondad original que el pecado había manchado.

Que Jesucristo ha resucitado es la gran noticia que Pedro comunicó a los habitantes de Jerusalén y nos lo ha anunciado a todos nosotros, en la primera lectura. Este es el mensaje que los demás apóstoles comunicaron a los habitantes de Judea, Samaría y Galilea y luego a todos los del mundo conocido. Es el mismo anuncio que el apóstol Pablo recibió de la comunidad cristiana de Antioquia, poco después de su conversión, y que él fue entregando una por una a todas las comunidades que fundó a lo largo y ancho del Impero Romano. Este es el kerigma primitivo, el resumen de la fe cristiana.

Más aún, el fundamento de la fe de los que seguimos a Cristo. El mismo san Pablo se lo decía con toda fuerza a los fieles de la comunidad de Corinto: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, vana es nuestra predicación. Somos los más desgraciados de los hombres». Pero «Jesucristo ha resucitado –añadía con enorme energía-. Y nosotros resucitaremos con él». Este mensaje resonó como una locura en aquel mundo tan pagano como el nuestro. Fue objeto de burla y de persecución. Pero poco a poco, fue acogido por hombres y mujeres de toda condición y situación. Ellos comenzaron a reunirse cada domingo en pequeñas comunidades donde se vivía el amor fraterno, se escuchaba la Palabra de los Apóstoles y se celebraba la Eucaristía. Ellas mismas se convirtieron en anunciadores de esa gran noticia, mediante su ejemplo y el coraje apostólico que tenían. Se hicieron cada vez mayores, en número de miembros y en número de comunidades. Al cabo del tiempo, terminaron cambiando aquella sociedad descreída, lujuriosa y corrompida y alumbraron un mundo nuevo.

Este mensaje es el que hoy tenemos que comunicar nosotros a nuestros contemporáneos, comenzando por los miembros de nuestra familia, por nuestros amigos, por nuestros colegas de profesión. Pero eso requiere que nosotros hayamos aceptado con gozo y entusiasmo que Jesucristo vive, que está presente entre nosotros, que él nos guía y acompaña y que, el día de su última y definitiva venida, hará que resucitemos de entre los muertos y entremos en el Cielo, tal y como somos ahora, pero glorificados.

Si no aceptamos por la fe este mensaje, podremos ser obispos, sacerdotes o bautizados, pero no somos cristianos. ¿No estará aquí la raíz del abandono de tantos que se han alejado de la Iglesia; y la causa última de que nosotros arrastremos tan poco? Sólo convence el que está convencido; sólo comunica la fe, el que la posee; sólo trasmite alegría de ser cristiano, el que tiene él mismo esta alegría.

Queridos hermanos, ¿qué pasará el día en que los que hemos recibido el Bautismo –nosotros y los demás– nos decidamos a vivir como lo que somos? Nos lo dice este Cirio Pascual, símbolo de Jesucristo resucitado. Anoche, antes de encenderlo, estaban apagadas todas las luces de la Catedral y había una oscuridad total. Era símbolo de lo que es el mundo donde no se conoce o no se acepta a Jesucristo. Luego se encendió y su luz se fue comunicando a todos los que estábamos en la Vigilia Pascual. De pronto cambió el ambiente de la Catedral. Desapareció la oscuridad y se hizo un inmenso mar de luz.

El mundo en que vivimos es un mundo en tinieblas. Es verdad que desde el punto de vista de la técnica ha realizado grandes progresos. Pero, ¿qué sucede en el corazón del hombre, en el matrimonio, en la familia, en la política, en la empresa, en los sindicatos, hasta en la misma Iglesia no pocas veces? El Papa Benedicto XVI habló reiteradamente de la dictadura del relativismo. Es decir, de esa lucha encarnizada que mantienen los poderes económicos, mediáticos y políticos contra la verdad objetiva. Según ella nada es verdad si nos incomoda. No se admite que haya una verdad sobre la vida, sobre la familia, sobre el hombre, sobre las relaciones personales, sobre los bienes de este mundo, sobre la igualdad entre todos los hombres. A lo sumo, se admite que cada uno tengamos «nuestra» verdad. Pero que haya una verdad que nos afecte a todos y que todos tengamos que aceptar, eso se rechaza con fuerza y se califica con los peores adjetivos.

A pesar de todo esto, este mundo, nuestro mundo, tiene remedio. El remedio es que cada uno de nosotros sea un cirio encendido, un cirio que comunica la luz de la verdad y el fuego del amor de Jesucristo Resucitado. Esto es lo que hay que vivir y esto es lo que hay que volver a anunciar con valentía y convencimiento. «No os dejéis vencer por los que dicen que no se puede cambiar nada, ni vencer a la violencia y a la injusticia», nos ha dicho estos días el Papa Francisco. Se puede cambiar. Más aún, hay que cambiarlo. San Pablo nos ha trazado el camino en la segunda lectura: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra». La vida de un cristiano no puede consistir en ganar dinero, escalar un puesto social relevante, triunfar a toda costa, satisfacer las propias ambiciones, ceder a la lujuria. La vida del cristiano es la imitación de la vida de Cristo: situar la voluntad del Padre por encima de todo, y entregar la vida –de modo sencillo pero real– por los demás.

Queridos hermanos: Jesucristo Resucitado se nos va a hacer presente dentro de unos momentos, cuando convirtamos el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre, en la totalidad de su Persona divino-humana. Nuevamente se repetirá el acontecimiento de la noche del primer domingo de resurrección: el Resucitado se hará presente en este Cenáculo, ante nosotros, que somos ahora sus discípulos. Él nos ve como somos: débiles, asustadizos, cobardes. Pero ve también que tenemos buenos deseos y ganas de comunicar a los demás nuestra fe y nuestra concepción de la vida y del mundo. Por eso, nos dice: No tengáis miedo. Yo estoy con vosotros todos los días. Con mi ayuda y con mi gracia, cambiaréis este mundo y anunciaréis a cuantos se crucen en el camino de vuestra vida, que Yo he muerto y he resucitado por ellos y que les espero con los brazos abiertos para hacerles discípulos míos.

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