Solemnidad de Pentecostés

Catedral – 19 mayo 2013

Estamos celebrando la clausura del Tiempo de Pascua, que comenzamos hace cincuenta días. Si hasta hoy el gran protagonista ha sido Jesucristo, muerto y resucitado, desde hoy entra el Espíritu Santo. Porque en el plan salvador de Dios, estaba previsto que el Padre enviara al Hijo para salvar y redimir a los hombres; que el Hijo se encarnara y realizara este proyecto del Padre; y que, finalmente, el Padre y el Hijo enviaran al Espíritu Santo para que ayudase de modo permanente a la Iglesia como sacramento universal de salvación. Es decir, para realizar la salvación de todos los hombres y mujeres de todos los tiempos.

Por eso, a los pocos días de la Ascensión, el día de Pentecostés fue enviado el Espíritu Santo sobre el Colegio Apostólico y la Santísima Virgen, como hemos proclamado en la primera lectura. Ese día, los Apóstoles comprendieron definitivamente cuál era la misión que Jesucristo les había encomendado e inmediatamente comenzaron a predicar a la gente de Jerusalén que Jesucristo al que habían crucificado había resucitado, que se convirtieran y recibieran el bautismo y así se incorporaran al nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia. Para ello, el Espíritu tuvo que llenarles de ciencia, de sabiduría, de fortaleza y de otros dones. El resultado fue que todos los que aquel día estaban en Jerusalén, a pesar de hablar lenguas distintas, entendieron la predicación y se bautizaron unos tres mil.

Pero el Espíritu Santo no quedó confinado en los límites del día de Pentecostés. Al contrario, siguió acompañando toda la predicación y la vida de los apóstoles. Esta presencia se hizo particularmente fuerte en dos momentos cumbres: en la celebración del Concilio de Jerusalén y en el bautismo de Cornelio, carcelero de Filipos, que supuso la apertura real del cristianismo a los paganos.

Más aún, los apóstoles trasmitieron el Espíritu Santo a los fieles, mediante el Bautismo y la Confirmación. De este modo, todos los bautizados se convirtieron en difusores del evangelio, mediante el testimonio de su vida y su palabra. Y la Iglesia se fue extendiendo a través de toda la cuenca del mar Mediterráneo. Así nacieron las grandes cristiandades de Antioquia, Éfeso, Corinto, Filipos, Tesalónica, Roma, etc.

En esas comunidades el Espíritu fue derramando sus carismas, sus ministerios y sus funciones para que crecieran hacia dentro –con la vivencia de Cristo– y hacia fuera, comunicando a los demás su propia fe. Como nos ha recordado la segunda lectura, la diversidad de gracias no fue un obstáculo sino un enriquecimiento para la edificación de la comunidad. Como todas provenían de un mismo Espíritu, todas contribuían a robustecer la unidad y riqueza del único Cuerpo de Cristo.

La presencia y acción del Espíritu Santo no ha quedado confinada en los límites de la primera Iglesia. Ciertamente, él fue el gran protagonista de la primera evangelización. Pero ha sido también el protagonista de la consolidación de esa evangelización durante el largo período de la cristiandad, y él será el gran protagonista de la nueva evangelización. «Nadie puede decir ‘Jesús’ sino por el Espíritu Santo». Es decir, nadie se puede convertir ni santificar sin la ayuda y el poder del Espíritu Santo.

La Iglesia no es una empresa cuyos resultados dependen de la valía de sus cuadros dirigentes y de la capacitación técnica de sus empleados. La Iglesia es otra cosa. Concretamente, es una comunidad guiada y sostenida por el Espíritu Santo. Por eso, es capaz de comprender cada vez mejor el mensaje de Jesucristo y sacar de él las luces para adaptarse a los nuevos tiempos y situaciones que se le van presentando. Su gran tarea es dejar actuar al Espíritu Santo, ser dócil a sus inspiraciones, dejarse conducir por sus orientaciones.

La gran tarea de la Iglesia en todos los tiempos de renovación y reforma es ésta: volverse al Espíritu Santo. Es decir: convertirse y renovarse en todos y cada uno de sus miembros. De ahí surgirá –como lógica y necesaria consecuencia– una renovación de sus estructuras, de sus métodos, de sus programas. Hoy estamos embarcados en una gran tarea: la nueva evangelización. El Beato Juan Pablo II, Benedicto XVI y ahora el Papa Francisco nos han recordado con insistencia que esta magna empresa sólo saldrá adelante si contamos de verdad con Jesucristo y con el Espíritu Santo y que si no les damos a ellos el protagonismo, será un rotundo fracaso. Estamos, por tanto, en un tiempo fuerte para la acción del Espíritu Santo.

¿Qué hemos de hacer? Ante todo y sobre todo, volver al primer fervor de nuestra fe; volver a confiar más en la gracia de Dios y a confiar menos en nuestras propias fuerzas; volver a ser almas de oración; recuperar la práctica frecuente del sacramento de la penitencia; impulsar nuestro amor a la Virgen. Esto es indispensable para cualquier tarea eclesial, incluida la nueva evangelización.

Pero esto no basta. Es necesario recuperar la dimensión apostólica de nuestra fe y convertirnos en verdaderos apóstoles en nuestro propio ambiente. Es preciso ser testigos de Jesucristo con nuestra vida y con nuestra palabra. En primer lugar, los obispos, los sacerdotes y religiosos. Pero no sólo ellos. La nueva evangelización será realidad si todos los bautizados –todos y cada uno de vosotros– se hace apóstol.

Hemos de reconocer que tenemos que cambiar de actitud y de ritmo. Hay, en efecto, muchos cristianos que se avergüenzan de serlo cuando están entre amigos, en el trabajo, en los ambientes de diversión. ¿Cómo podemos dar a conocer a otros nuestra fe y animarles a que la acojan, si nosotros nos avergonzamos de esa fe? ¿Cómo trasmitir a otros un amor que nosotros no tenemos?

Pero no pensemos en circunstancias extraordinarias y en ambientes especialmente hostiles. También en esas situaciones hay que hacerlo. Pero el apostolado más urgente y más necesario es el de cada día. Es decir: el que realiza un padre cuando trasmite la fe a sus hijos en casa y les apunta en la catequesis y en la clase de religión; el que realiza un profesor que quiere entrañablemente a sus alumnos y se desvive por darles una formación con la que puedan hacer frente a la vida; el que realiza un médico que se esfuerza en estar al día para prestar los mejores servicios a sus pacientes y se opone a practicar el aborto y colaborar en acciones éticas reprobables; el que realiza un político en su parlamento regional o nacional o en su ayuntamiento; el que realiza un empresario que lleva a su empresa la doctrina social de la Iglesia; el que realiza un obrero, que ve el trabajo no como una lucha de clases sino como un instrumento de mejora personal y social; el que realiza un chico o una chica con su novio, acercándole a la práctica religiosa; y así sucesivamente; en una palabra: el que cada uno de nosotros lleva a cabo en el día a día de su existencia concreta.

Por eso, es lógico que hoy, día de Pentecostés, celebremos el día del Apostolado seglar y que sea el día de los movimientos apostólicos de las diversas ramas de Acción católica, de otros movimientos y otras realidades eclesiales. Pero el Apostolado seglar se refiere a todos los bautizados y de modo muy especial, a los padres, primeros y principales educadores de la fe de sus hijos.

Queridos hermanos: el Espíritu Santo vino cuando los Apóstoles, unidos a la Santísima Virgen estaban en íntima oración y viviendo en íntima fraternidad. Que nuestra Madre nos una a todos nosotros en esta humilde oración: ¡Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!

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