San Josemaría Escrivá

Catedral – 26 junio 2013

La Iglesia celebra el Año de la Fe, que inauguró el Papa Benedicto XVI y que continúa tras el nombramiento del Papa Francisco. Es justo, por este motivo, que acudamos al Señor para que acreciente nuestra fe, y que lo hagamos, en un día como hoy, contemplando el ejemplo de fe que nos dejó San Josemaría.

1. Cuando ponderamos la fe de San Josemaría ¿a qué nos referimos, en concreto? Por supuesto, él era un firme creyente en todas las verdades reveladas por Dios. Pero no se trataba de ese – digamos – contenido de la fe intelectual, que se expresa en la confesión del dogma católico. Una fe necesaria, sí, pero insuficiente. Es más, una fe que puede ir unida a un rechazo de la verdad salvadora: «también los demonios creen y tiemblan» dice el Apóstol Santiago (Sant. 2, 19).

Hablaba más bien de una fe que él llamaba «operativa». Una fe cuajada en obras, una fe que no pide «ser conservada» como en un depósito a plazo, sino con la que es preciso «negociar» como los servidores de la Parábola de los Talentos, de manera que fructifique.

2. La fe de San Josemaría tenía algo de locura. No podemos censurárselo. Una particular locura es el sello de Cristo y de sus obras. La podemos observar en la vida de todos los santos. El mismo Cristo la inculca a sus discípulos cuando les dice: «si tuvierais fe como un granito de mostaza, podríais decir a este monte: Trasládate de aquí allá, y se trasladaría, y nada os sería imposible» (Mt 17, 21); o, en el Evangelio que acabamos de escuchar, al dirigirse a los apóstoles, tras una noche insomne de intentos fallidos de sacar peces del lago, les dice: «Echad la red a la derecha y encontraréis».

La locura de San Josemaría era una locura muy cuerda, porque se apoyaba en las palabras de Cristo. No eran ensoñaciones de un alucinado, sino de la convicción de un hombre verdaderamente creyente, al tiempo que realista y práctico. Baste pensar que, al final de su vida, dejó a la Iglesia una herencia de 60.000 fieles del Opus Dei y más de 1.000 sacerdotes ordenados al servicio de la Prelatura, todos ellos con una carrera civil previa a sus estudios eclesiásticos, como prueba de la verdad de su misión divina.

Nosotros necesitamos hoy esta locura de fe. Porque los tiempos que corremos no admiten una fe de andar por casa, una fe titubeante o de medias tintas. Hace unos días he visto la película «Un Dios prohibido», que quizás más de uno de vosotros ha visto también. En una secuencia llena de tensión y dramatismo, un miliciano pregunta por un tal Masip, que está ya en la fila de quienes van a ser fusilados. ¿Tú tienes una hermana que se llama María? Sí ¿Es religiosa? Sí. Pues quiero decirte una cosa. Yo tuve que emigrar a Argentina. En el viaje, contraje una enfermedad tan grave que me hubiera muerto si alguien no se hubiese preocupado por mí. Tu hermana, que hacía la misma travesía, se desvivió y no me dejó un momento solo. Al llegar a Argentina me llevó al hospital y me salvé. Hoy vengo a pagarte aquel servicio. Vente conmigo. No, gracias. Mi hermana queda suficientemente pagada con tu gesto de generosidad. Pero yo no puedo traicionar mi fe.

Masip tuvo que hacer una gran opción: la fidelidad a Jesucristo o la vida. Prefirió la fidelidad. Dentro de unos meses será beatificado. Esta es la fe que espera de nosotros san Josemaría. No se trata de que tengamos que sufrir el martirio. Quizás en algún caso, Dios pueda pedirnos incluso la vida misma. Pero hay otro tipo de martirio, para el cual se requiere la misma fe. Lo decía el papa Francisco hace unos días. Decía él: «Hoy día, en muchas partes del mundo, hay muchos más que en los primeros siglos que dan la vida por Cristo. Hoy tenemos más mártires que en los primeros siglos.

Pero también hoy existe el martirio cotidiano, que no implica la muerte, pero que también es «perder la vida» por Cristo, cumpliendo con su deber con amor, según la lógica de Jesús, según la lógica del don y sacrificio. Y añadía: ¡Pensemos en la cantidad de papás y mamás que cada día ponen en práctica su fe, ofreciendo concretamente la propia vida por la familia!

¿Cuántos sacerdotes fieles y religiosos desarrollan con generosidad su servicio por el Reino de Dios? (…) Cuántas personas pagan un alto precio por su compromiso con la verdad. Cuántos hombres justos prefieren ir contracorriente, para no negar la voz de la conciencia, la voz de la verdad. ¡Personas rectas que no tienen miedo de ir contracorriente. ¡Estos también son mártires. Mártires de cada día, mártires de la vida ordinaria!».

Este es el martirio al que estamos llamados. El martirio de ir contracorriente. Contracorriente en la vida sobria y desprendida; contracorriente en el cumplimiento leal y recto de nuestra profesión, venciendo todas las tentaciones de corrupción; contracorriente para hablar de Dios en nuestras conversaciones en familia y con los amigos; contracorriente para promover una sociedad en la que la economía esté al servicio de la persona –de todas– y no las personas al servicio de la economía; contracorriente para trasmitir la vida con generosidad en medio de un mundo hedonista y egoísta; contracorriente en el modo de vestir con decencia cristiana; contracorriente para no ir a espectáculos y lugares donde no puede ir un discípulo de Jesucristo; contracorriente para defender la vida del no nacido y del enfermo terminal; contracorriente para no dejarnos arrastrar por un medio ambiente de crítica permanente y negativa; contracorriente para vivir la castidad prematrimonial.

3. Pero para esto es necesario descubrir «el gran secreto» que alentó la vida de san Josemaría y ha alentado la vida de todos los santos: el amor que profesaba a Jesucristo. Lo reflejan, entre mil textos suyos, estos dos de Camino: «¡Loco! Ya te vi –te creías solo en la capilla episcopal– poner en cada cáliz y en cada patena, recién consagrados, un beso: para que se lo encuentre El, cuando por primera vez «baje» a esos vasos eucarísticos» (Camino 438). Y este otro: «¿No gritaríais de buena gana a la juventud que bulle alrededor vuestro: ¡locos!, dejad esas cosas mundanas que achican el corazón… y muchas veces lo envilecen…, dejad eso y venid con nosotros tras el Amor!» (Camino 790).

¡Qué lejos se encuentra esta fe auténtica de una conducta instalada en la comodidad, en la falsa seguridad y en la inmovilidad que algunos, por ignorancia o por mala fe, atribuyen al creyente! Para San Josemaría «creer» es un verbo activo, una actitud que reclama esfuerzo de la mente por comprender en lo posible los designios de Dios y la doctrina de Cristo y acto seguido se empeña en ponerla en práctica y en confesarla con audacia ante los hombres. Es, en definitiva, la «arriesgada seguridad del cristiano», como le gustaba decir a él mismo.

No hay fe sin convicción personal y sin obras. No hay obras sin un amor grande a Dios y la persuasión de lo mucho que gana al seguir a Cristo. Pidamos al Señor, por intercesión de San Josemaría, que nos haga capaces de llevar esta fe nuestra al mundo que nos rodea y que tantas veces parece dominado por la incertidumbre, el desencanto y el materialismo: «Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura. –‘Ecce non est abbreviata manus Domini– ¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!» (Camino 586).

Acabemos como hacía San Josemaría con una invocación encendida a la Madre de Dios, por quien siempre manifestó el más grande afecto filial. «¡Bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte del Señor», le dice a María su prima Santa Isabel, y nos lo dice el Señor también a nosotros: si tenemos fe auténtica y operativa se cumplirán en nuestra vida sus promesas de bien, de paz, de eficacia humana y cristiana.

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