Sentido humano y cristiano de las vacaciones

Cope – 30 junio 2013

El mes de julio trae a muchos hogares un paquete con este mensaje: «¡Llegaron las vacaciones. Que las disfrutes!». Otros no tendrán tanta suerte, porque se encuentran encadenados al paro forzoso y para ellos las mejores vacaciones serían encontrar trabajo. Es una lástima, no sólo por lo que significa el trabajo en la vida del hombre, sino también porque se les priva de disfrutar un bien social, ganado con mucho esfuerzo. El hombre, en efecto, no es una máquina o un esclavo del trabajo. Al contrario, es él quien inventa y hace las máquinas y el que ha recibido de Dios el encargo de ser «señor» de sí mismo y de cuanto le rodea. Esto se vio con toda claridad en la época del liberalismo rabioso, cuando no había domingos ni fiestas y los horarios eran de una duración inhumana. Las vacaciones nos dan la posibilidad de tomar distancia del trabajo y colocar cada cosa en su sitio.

Por otra parte, el mismo Dios «descansó el día séptimo». Evidentemente, Él no lo necesitaba, pero nosotros teníamos necesidad de su enseñanza respecto a que hay que descansar. Dada la estructura del hombre, éste necesita del descanso y del reposo para reponer las fuerzas físicas y psíquicas, pues tanto las unas como las otras son limitadas y tienen un determinado ritmo. Tan es así, que quien, por ejemplo, se empeña en trabajar sin descanso, incluso robando horas al sueño, más pronto que tarde termina agotado, estresado y, no raramente, desquiciado en sus relaciones familiares y amicales. Esto ha ocurrido siempre, pero hoy se hace más palmario, debido a factores ambientales y sociales añadidos, que socavan las energías psicosomáticas.

La tradición judeocristiana lo ha tenido siempre muy claro, pues el sábado y el domingo han ocupado en ella un puesto de verdadero honor. Ni siquiera los ritmos y presiones de la sociedad industrial han logrado desplazar esos dos días del lugar privilegiado que ocupa en la ordenación de su tiempo. La misma Revolución francesa, que quiso reordenar el mes, dividiéndolo no en semanas sino en periodos de diez días, fracasó estrepitosamente y tuvo que volver a reponer el domingo en su lugar de honor.

De todos modos, no estaría de más repensar «el modo» en que tantas veces se viven hoy las vacaciones. La misma palabra «vacaciones» nos da una primera e importante pista de reflexión. «Vacaciones» viene del latín «vacare», y tiene el sentido originario de «abstenerse de las actividades normales para concentrarse en algo diferente». No es, pues, sinónimo de «no hacer nada» o de ir alocadamente de un sitio para otro. Las vacaciones son todo lo contrario de «alienarse», de huir de uno mismo y de la creación. Son, más bien, unos días en los que dejamos las actividades habituales para concentrarnos en lo fundamental, en el famoso «una sola cosa es necesaria», que dijo Jesucristo. Por eso, quizás el sentido más hermoso que tienen las vacaciones es entrar en contacto íntimo, profundo, con la raíz de nuestro ser, que es Dios.

Es posible que alguno piense que estoy postulando unas vacaciones dedicadas a rezar, a visitar iglesias y monasterios, a enfrascarse en hondas meditaciones. Ciertamente, las vacaciones dan más posibilidades para rezar, para ir a misa los domingos y festivos, para meditar. Pero a Dios no sólo le encontramos ahí. «Los cielos proclaman la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos», canta con júbilo el salmo. Efectivamente, un cielo estrellado, una puesta de sol en el mar, la escalada de una roca, un paseo por los valles de montaña y tantas y tantas maravillas de la creación remiten necesariamente al Creador, a Dios. También remite a él hacerse samaritano del que nos necesita, dedicándoles nuestro tiempo y nuestro afecto.

¿No hay que divertirse en vacaciones? También hay que divertirse, distraerse. Pero las vacaciones son un regalo que se hace al hombre para descubrir algo, no un tiempo para malgastarlo, para quemarlo y, lo que todavía sería peor, para ofender a Dios.

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