Inauguración de la Semana de Misionología
Facultad de Teología – 8 julio 2013
«Ser testigos de la fe hasta la muerte» es el mandato que los apóstoles recibieron de Cristo en el momento de su despedida: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda creatura Y ellos, partiendo de allí, predicaron por todas partes». Tras la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés, los apóstoles iniciaron el cumplimiento de este mandato, comenzando por las ovejas de Israel y dirigiéndose luego a toda la cuenca mediterránea y a todo el mundo entonces conocido. Este testimonio tuvo como puntos fuertes la predicación del kerigma, la instrucción catequética, la celebración de los sacramentos, especialmente el del Bautismo y la Eucaristía , la práctica de la vida cristiana y el testimonio de la caridad, especialmente con los que se incorporaban a la nueva fe.
Desde los primeros compases de la primera evangelización, los apóstoles pudieron comprobar la verdad de las palabras del Maestro: «Os entregarán a los tribunales, os azotarán en sus sinagogas y seréis llevados ante los gobernadores y reyes por causa mía, para que deis testimonio ante ellos y los gentiles» (Mt 10, 18). Los Hechos de los Apóstoles nos han dejado constancia de que estas persecuciones y condenas eran tan serias, que incluían también el testimonio de la propia vida. De hecho, Santiago, primer obispo de Jerusalén, fue pasado por la espada y Pedro, el Primer Papa de la historia, lo hubiera sido de inmediato, si un ángel del Señor no lo hubiera librado de la cárcel la víspera de su ejecución.
El mismo san Pablo, tras su conversión en el camino de Damasco, pudo comprobar que por haber sido constituido apóstol, había firmado el cheque de una oposición permanente a su misión y mensaje. Cuando él levanta acta ante los fieles de Corinto de lo que ha supuesto anunciar a Jesucristo, hace un elenco de cosas que todavía hoy, a veinte siglos de distancia, impresiona peligros en todas partes, azotes, apedreamiento, persecución a muerte, oposición violenta a su predicación.
Una vez que el cristianismo comenzó a tener una cierta relevancia, las persecuciones contra ellos se generalizaron y casi se institucionalizaron. Pues hasta el Edicto de Milán, el martirio de los cristianos fue una constante, aunque con intervalos más o menos prolongados de paz. De él no se libraron los miembros más cualificados de la Jerarquía. De hecho, entre los mártires de esa época hay varios Papas y un gran número de obispos, algunos tan cualificados como san Ignacio de Antioquia o san Ireneo de Lyon.
El reconocimiento de la libertad religiosa para los cristianos, por Constantino, no supuso la desaparición de los mártires del firmamento eclesial. Al contrario, desde la evangelización de Alemania, Inglaterra, Polonia o Rusia hasta la de Corea, Japón, China, el África Negra u Oceanía, la predicación del Evangelio ha estado marcada siempre por el martirio de los primeros misioneros y de los primeros cristianos de aquellas comunidades.
En la época moderna, el martirio ha llegado también a los países de vieja cristiandad. Baste mencionar la Revolución Francesa, en Francia, el comunismo en la URSS, y el nazismo en Alemania y países invadidos por ella en las dos guerras mundiales. España no ha sido excepción, como tendremos ocasión de celebrar en la nueva beatificación de más de 500 mártires de la persecución religiosa de 1936, en Tarragona.
La historia martirial sigue abierta, como lo decía el Papa Francisco en el Ángelus del 23 de junio pasado. «Hoy día, en muchas partes del mundo, hay muchos más mártires que en los primeros siglos. Muchos mártires que dan la vida por Cristo, que son llevados a la muerte por no renegar de Jesucristo. -Hoy tenemos más mártires que en los primeros siglos!». Sin contar los que llamaba en esa misma ocasión «mártires cotidianos, mártires de la vida diaria», que viven la fe con heroicidad, pues no dudan en sacrificar un trabajo profesional brillante o subir en el escalafón social o ser bien considerados por la opinión pública por confesarse discípulos de Jesucristo.
Si alguien desconociera la verdad de los hechos, podría pensar que dadas las persecuciones y dificultades que el cristianismo ha tenido en toda su historia, hoy sería algo residual y sin atractivo para los hombres de esta generación. La realidad es que no sólo no es algo testimonial sino que está esparcido por todo el mundo y acoge en su seno gentes de todas las clases sociales, razas y culturas. Se ha cumplido al pie de la letra la sentencia de Tertuliano: «La sangre de los mártires es semilla de cristianos». Ahora mismo, pese a la fuerte crisis secularizadora que sacude a los países de vieja cristiandad, especialmente en Europa, hay un renacer del cristianismo, como lo demuestran, entre otros hechos, los movimientos y las nuevas realidades apostólicas, así como el nacimiento de nuevas realidades religiosas, como la de Iesu Communio, en esta diócesis.
Estas pinceladas son suficientes para ver la oportunidad y actualidad del tema que será objeto de reflexión y experiencia de esta «66 Semana de Misionología». Estoy seguro de que un año más volverá a cumplir todas las expectativas de los ponentes y participantes.
Puedo aseguraros, además, que este es el deseo ardiente del Papa Francisco. El sábado pasado se lo he oído personalmente en el encuentro que mantuvo en el Aula Pablo VI en Roma, con los Obispos, sacerdotes, seminaristas, novicios y novicias y personas de vida consagrada que hemos peregrinado con motivo del año de la fe. El Papa dijo literalmente:»Quiero una Iglesia mucho más misionera». Además, refiriéndose a la dimensión de paternidad que tiene el celibato dijo con especial fuerza: «Hay que ser fecundos, hay que transmitir la vida, hay que dar a conocer a Jesucristo. Esta es la fuente de la verdadera alegría».
Os doy la bienvenida a todos y os deseo unos días de intercambio de experiencias espirituales y pastorales y abiertas al apasionante mundo de la Nueva Evangelización.