La primera encíclica del Papa Francisco
Cope – 21 julio 2013
Un profesor, amigo mío, repite con insistencia a sus alumnos que «el mejor comentario de un texto es el texto mismo». Pretende con ello invitar a sus alumnos a no quedarse en los comentarios y críticas que puedan leer sobre una novela o un ensayo sino a que lean la novela y el ensayo en cuestión. No le falta razón, porque si uno lee muchas cosas, incluso eruditas, sobre El Quijote, pero no lee esa obra de Cervantes, jamás podrá gustar el fondo y la forma de esa obra maestra de nuestra literatura.
Por eso, al comentar hoy la encíclica «Lumen fidei» (La luz de la fe) del Papa Francisco, ya desde el primer momento quiero invitar a mis lectores a que adquieran ese documento y lo lean despacio y con atención. Es un documento breve, pero denso. Está destinado exclusivamente a los cristianos, aunque puede leerlo con provecho cualquier persona que se encuentre «en búsqueda» sobre el sentido de su vida y de su actividad. Tiene cuatro capítulos, una pequeña introducción y una especie de epílogo sobre María como la gran creyente.
El mensaje central de la encíclica es éste. La luz que aporta la fe proviene de Dios, que se nos ha manifestado a lo largo de todo el Antiguo Testamento y, de modo culminante, en Jesucristo. Gracias a ello, la fe puede iluminar todo el trayecto del camino de la vida de cada hombre y permite captar el sentido profundo de la realidad, descubriendo «cuánto ama Dios a este mundo y cómo lo orienta sin cesar hacia él» (n. 18).
En esa perspectiva se comprende que sea sumamente reductivo concebir la fe como un mero «creer lo que no vemos». Ciertamente, la fe es aceptar lo que Dios nos ha comunicado con hechos y palabras a lo largo de la historia de la salvación; hechos y palabras que se nos han ido transmitiendo de generación en generación y nosotros aceptamos fiados plenamente de la sabiduría y bondad de Dios. Pero la fe más que una oscuridad es un rayo de luz que permite ver lo que no ven los que carecen de ella o ver más y mejor donde los otros sólo ven sombras y tinieblas.
Por ejemplo, la fe cristiana nos descubre que su centro es «el amor de Dios, su solicitud concreta por cada persona, su designio de salvación que abraza a la humanidad entera y a toda la creación» (n.54); lo cual da una perspectiva de confianza y seguridad para recorrer el camino de la vida. La misma naturaleza se ve desde otra perspectiva si se tiene fe, porque «nos la hace respetar más», debido a que «nos hace reconocer en ella una gramática escrita por Dios y una morada que nos ha sido confiada para cultivarla y salvaguardarla».
Esto vale especialmente para el gran problema del dolor. La fe asegura al cristiano que «siempre habrá sufrimiento», pero que ese sufrimiento «puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las manos de Dios, que no nos abandona». Al hombre que sufre, «Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda la historia del sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz» (n.57).
Otro tanto puede decirse de la fraternidad entre todos los hombres. La «modernidad» ha querido construir la fraternidad universal fundándose en la igualdad. Sin embargo, la experiencia nos ha ido demostrando que «sin referencia a un Padre común como fundamento último, no logra subsistir». Por eso, es preciso «volver a la verdadera raíz de la fraternidad», que no es otra que la que nos descubre «la historia de la fe, que es una historia de fraternidad, si bien no exenta de conflictos».
Termino como comenzaba. Este breve apunte sobre la encíclica «La Luz de la fe» del papa Francisco es sólo una invitación a tomarla entre nuestras manos, leerla, reflexionarla y tratar de llevarla a la práctica. La quietud del verano es una buena oportunidad.