Pequeñas cosas que pueden resultar grandes

Cope – 1 septiembre 2013

Sarah es una chica coreana. Nació en una familia que no practicaba ninguna religión. Cuando tenía unos pocos años, comenzó a ir al patio de una iglesia a jugar con otras niñas de su edad. Un día se acercó el sacerdote y le preguntó si le gustaría aprender una oración. Contestó que sí y el sacerdote le dio el Padre Nuestro escrito en un papel. Pocos días después, el mismo sacerdote le preguntó si le había gustado la oración y, al contestarle que «mucho», le dijo si quería que le enseñara otra. La respuesta fue afirmativa y le entregó por escrito el Avemaría. Por tercera vez volvió a repetirse la escena. Pero en este caso, el sacerdote la invitó a rezar con él cincuenta veces el Avemaría, intercalando un Padre Nuestro. Así es como Sarah, siendo pagana, como sus padres, comenzó a conocer la fe cristiana y, sin saberlo, su primer rosario.

Pero aquel día fue el último en que vio al sacerdote, porque éste fue trasladado de ciudad. Pasaron veinte años y un día, de modo completamente insospechado, se encontraron mientras visitaba un santuario mariano. Sarah pudo contarle que la semilla de las pequeñas oraciones había producido un fruto insospechado, pues gracias a ellas se había hecho cristiana y había recibido el Bautismo. Más aún, su conversión trajo consigo la de sus padres. ¡El grano de mostaza se había hecho árbol frondoso!

El Papa Francisco ha contado que su abuela influyó mucho en su educación religiosa, haciendo las pequeñas cosas que hacían las buenas abuelas del norte de Italia en aquellos momentos. Él mismo ha relatado que esa abuela no dejaba de llevarle a ver la procesión del Santo Entierro y de explicarle, con sencillez pero con hondura, la muerte de Cristo.

En una ciudad del norte de España vive actualmente un matrimonio con varios hijos, entre tres y diez y seis años. Como trabajan fuera de casa el marido y la mujer, cada día tienen que hacer un ejercicio de ingenio para traer y llevar a sus hijos al colegio. Al no poder verse durante el día, aprovechan el tiempo de la tarde-noche para hablar y rezar juntos. Unos días, después de cenar uno de los hijos lee el evangelio del día y entre todos lo comentan. En otras ocasiones, los padres rezan el rosario e invitan a los hijos a rezarlo con ellos de modo voluntario. No es raro que los hijos se unan al rezo de sus padres, en cuyo supuesto ellos les enseñan a poner peticiones en los misterios y hacerlo así más atractivo. A nadie se le escapa lo que estas cosas van a significar en la fe de estos hijos.

Se me han ocurrido estos ejemplos al hilo del nuevo mes que hoy comienza, mes que trae consigo la vuelta a la vida ordinaria, que, en el caso de los padres con hijos pequeños, supone la vuelta al colegio. Hay muchos padres que no se olvidan de inscribirles en la Catequesis parroquial y acompañarles los domingos a misa. Me gustaría que el número de estos padres fuera cada vez mayor y considerasen como la mejor inversión para sus hijos o nietos, transmitirles la fe cristiana rezando antes de las comidas, cuando les acuestan o levantan, en los momentos de dificultades especiales o de alegrías también especiales y, de modo muy especial, yendo con ellos a la misa del domingo.

Más aún, quiero invitar a las mamás y a los papás a que se presenten a los sacerdotes de la parroquia y se ofrezcan como catequistas. No hay que preocuparse de no estar bien preparados. Eso se arregla sin demasiada dificultad. Lo más importante es tener ganas de educar la fe de quienes tienen la edad de sus hijos. En alguna ocasión me han contado los misioneros el papel decisivo que allí han jugado los catequistas. Cuando nos ponemos al servicio de Dios, Dios siempre nos gana en generosidad. ¿Por qué no pensar que el caso de Sarah puede repetirse y, de hecho, se repite?

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