Perdón, diálogo y reconciliación

Cope – 15 septiembre 2013

«Sal de tus intereses que atrofian tu corazón, supera la indiferencia hacia el otro que hace insensible tu corazón, vence tus razones de muerte y ábrete al diálogo, a la reconciliación; mira el dolor de tu hermano y no añadas más dolor, detén tu mano, reconstruye la armonía que se ha perdido», ha dicho el Papa Francisco durante la vigilia de oración por la paz en la Plaza de San Pedro, el pasado 7 de septiembre.

El Papa hizo suyas las palabras que Pablo VI dijo en el Discurso a las Naciones Unidas el 4 de octubre de 1965: «¡Nunca más los unos contra los otros!. ¡¡Nunca más la guerra, nunca más la guerra!!». Porque la guerra –siguió diciendo el Papa Francisco– «es siempre una derrota para la humanidad».

Esa derrota se debe a que Dios ha creado a los hombres no para que se enfrenten, se destruyan y se maten, sino para que sepan convivir como hermanos. Si la persona humana ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, y Dios es Amor, el hombre y la mujer llevan grabado el amor en el ADN de su ser-persona y sus relaciones han de reflejar ese amor. En caso contrario, el hombre y la mujer se de-gradan, en el sentido más riguroso, porque abdican de su dignidad y asumen un modo de ser y comportarse que está en contradicción con ellos mismos.

Sin embargo, ante la triste realidad de todos los días hay que preguntarse: ¿Por qué el hombre y la mujer en lugar de convivir en paz, crean un mundo enrarecido de odios, violencias y guerras? La respuesta es sencilla: porque el hombre piensa exclusivamente en sus propios intereses y se pone en el centro, dejándose fascinar por los ídolos del dominio y del poder. O, si se prefiere, porque el hombre se pone en lugar de Dios. Cuando esto ocurre –como dijo el Papa– «altera todas las relaciones, arruina todo y abre la puerta a la violencia, a la indiferencia, al enfrentamiento».

No hay término medio: o el hombre reconoce y acepta el plan «pacífico» de Dios –y entonces todo es armonía y paz– o rechaza ese plan y entonces se enfrenta no sólo con Dios, sino consigo mismo y con la creación. Alguien pudiera pensar que si el hombre rompe la armonía con Dios, la desarmonía que se origina queda en el ámbito estrictamente de él y Dios, sin que los demás y la creación queden afectados, de modo que a la hora de organizar la convivencia –en la familia, en el municipio, en la nación– basta admitir unas reglas consensuadas por todos.

Esto es desconocer la realidad. La Biblia da cuenta de un hecho que, independientemente del modo de llamarlo, introdujo un profundo desorden en el corazón del hombre. Tan profundo, que no tardó en levantar la mano violenta contra el hermano, y causarle la muerte. Poco importa que se llamasen Caín y Abel. Lo decisivo es que un hermano había matado a otro hermano y puesto el primer eslabón de una cadena interminable de muertes que llegan hasta nuestros días.

La tentación del hombre posmoderno es prescindir de Dios, tratar de vivir como si Dios no existiera. ¿Cuál es el resultado? El resultado es un mundo hipertecnificado, superdesarrollado en lo material, pero degradado en lo más profundo de su ser y en sus relaciones. Incluso los no creyentes hablan ya de la necesidad de recuperar «los valores», entendiendo por tales, esas grandes virtudes sin las que la convivencia es imposible.

No hay, pues, otro camino para que haya una paz verdadera y duradera que volver a colocar a Dios en el lugar que le corresponde en el corazón de cada uno de nosotros. Todos los demás intentos y esfuerzos llevan la marca de lo «imposible» o, cuando más, de lo «efímero y superficial». La paz será fruto y consecuencia de un cambio profundo de nuestra mente y de nuestro corazón, saliendo de nuestros egoísmos e intereses exclusivistas y dando paso al amor y a la fraternidad.

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