Inauguración de curso en la Facultad de Teología
Burgos – 16 septiembre 2013
1. Celebramos hoy la memoria litúrgica de los santos mártires Cornelio, Papa, y Cipriano, obispo. Al mismo tiempo, celebramos también la apertura de un nuevo Curso en esta querida Facultad de Teología. Me parece una feliz coincidencia, porque san Cipriano es un ejemplo insigne para los profesores y alumnos católicos de teología y un modelo para todos en el Año de la Fe, del que nos encontramos viviendo sus últimos compases. Teniendo en cuenta todos estos aspectos, quiero fijarme en san Cipriano como cultivador de la ciencia sagrada, como confesor de la fe y como amante apasionado de la Iglesia.
2. En primer lugar, cultivador de la ciencia sagrada. Como es sabido, san Cipriano vivió durante treinta y cinco años en el paganismo y en una vida entregada al vicio y al lujo. No en vano vivía en una de las más importantes metrópolis de su tiempo y era hijo de una familia adinerada de Cartago. Él mismo ha dejado escrito que «estaban tan arraigados en mi los muchos errores de mi vida pasada, que creía que no podría librarme de ellos, me arrastraban los vicios». Dios, sirviéndose del presbítero Cecilio, le tocó el alma, se hizo catecúmeno, recibió el bautismo, enseguida se hizo presbítero y al poco tiempo fue elegido obispo de Cartago.
Antes de su conversión, Cipriano no sólo cultivó el saber sino que se convirtió en el abogado más famoso de Cartago. Ya cristiano y obispo, compuso numerosos tratados y cartas relacionadas siempre con su ministerio pastoral. Menos inclinado a la especulación que a la vida práctica –quizás por sus orígenes profesionales– escribía siempre para la edificación de la comunidad y el buen comportamiento de los fieles. El tema que más trató, fue, sin duda, el de la Iglesia. Otro tema muy importante fue el de la oración, hasta el punto de haber escrito uno de los comentarios más hermosos de todos los tiempos sobre El Padre Nuestro. Dignas de mención son también las cuestiones sobre el Bautismo y la Penitencia y, desde luego, las cartas pastorales para confirmar a sus presbíteros y fieles cuando fue expulsado de su cátedra episcopal.
San Cipriano es, pues, un gran intelectual, que puso su saber al servicio del Evangelio. Un buen modelo a seguir por los profesores y alumnos de esta Facultad a lo largo del Curso que hoy comienza. Es preciso dedicarse con tesón y ahínco al estudio, a la docencia y –en el caso de los profesores– a las publicaciones. El momento actual exige tener una gran formación filosófica y teológica para ser capaces de explicar las razones de nuestra fe a un mundo marcado por el relativismo, la superficialidad intelectual, el tecnicismo y analfabetismo religioso. No estaríamos a la altura de lo que Dios nos pide, si habláramos –sólo o principalmente– para los que ya están convencidos, pues son muchos más los que no lo están, aunque estén bautizados. Os animo, por tanto, a los profesores y a los alumnos a que estudiéis a fondo los problemas, yendo a la raíz de las cosas, analizando las causas que están detrás de ellos y buscando modos eficaces para trasmitirlos.
3. San Cipriano no sólo cultivó la ciencia sagrada sino que fue un insigne confesor de la fe que estudiaba y predicaba. Durante el breve tiempo de su episcopado tuvo que afrontar dos grandes persecuciones imperiales contra el cristianismo; que fueron, además, especialmente crueles, sobre todo la de Decio. El 30 de agosto del 257 el obispo es llevado al pretorio de Cartago ante el procónsul Aspasio Paterno. Éste le hizo la pregunta de ritual: «Los sacratísimos emperadores se han servido escribirme con orden de que, a quienes no profesan la religión de los romanos, se les obligue a guardar sus ceremonias. Quiero saber si eres de ese número. ¿Qué me respondes?». Cipriano no duda un momento y confiesa abiertamente: «Soy cristiano y obispo; no conozco más dioses que uno solo, el verdadero Dios, que creó los cielos, la tierra, el mar y cuanto hay en ellos. A este Dios adoramos los cristianos y noche y día rogamos por nosotros mismos, por todos los hombres y también por la ‘salud’ de los emperadores». A este valiente testimonio, el procónsul responde con una orden de destierro. Vuelto a Cartago, después de oír nuevamente la confesión de fe hecha por el imperturbable obispo, el procónsul le condena a muerte el 13 de septiembre. Al día siguiente Cipriano fue decapitado ante una inmensa multitud de fieles, que pudieron admirar el ejemplo del santo mártir.
Como la suya ha de ser nuestra fe: rocosa, sin fisuras, dispuesta a poner a Jesucristo tan en el centro de nuestra vida, que estemos dispuestos a sacrificar por Él la fama, el prestigio personal, los honores, el aprecio de los poderosos de este mundo y la misma vida.
4. Finalmente, san Cipriano es ejemplo de amor apasionado a la Iglesia. No fueron sencillas ni fáciles sus relaciones con ella. Baste pensar en las famosas cuestiones sobre los libeláticos, la deposición de los obispos españoles Basílides y Marcial y, especialmente, la cuestión de los rebautizandos. En un momento en el cual se estaban clarificando las cuestiones, él sostuvo que los que habían recibido el Bautismo de manos de los herejes, lo habían recibido de modo inválido, y, por tanto, tenían que bautizarse de nuevo. Más aún, no se contentó con celebrar varios sínodos en Cartago –en los que se proclamó reiteradamente el principio defendido por él– sino que se enfrentó al Papa Esteban, que defendía la postura contraria, aduciendo que la gracia del sacramento viene directamente de Cristo, no del ministro, y, por tanto, el Bautismo –como los demás sacramentos– produce su efecto por sí mismo, independientemente del estado del que lo confiere.
No obstante y a pesar de esto, escribió su famosa obra De catholicae Ecclesiae unitate en la que, entre otras cosas, afirma con rotundidad: no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre; hemos de temer más las insidias contra la unidad de la Iglesia, que la misma persecución; la Iglesia está constituida sobre los obispos puestos por Dios para gobernarla; el episcopado tiene el centro de su unión en la cátedra de Pedro y de sus sucesores; y Roma es la Iglesia príncipe, donde está la fuente de la unidad sacerdotal.
Os propongo que hagáis vuestro este amor apasionado a la Iglesia, siendo plenamente conscientes de la verdad profunda –y de las consecuencias que comporta– que se encierran en estas palabras: «No puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por Madre». Porque la Iglesia, es precisamente, obra y criatura de la Trinidad, como ha recordado el concilio Vaticano II.
El miércoles pasado, glosando la maternidad de la Iglesia, el Papa Francisco ha hecho esta sencilla y profunda reflexión: «A veces oigo decir: ‘Yo creo en Dios pero no en la Iglesia’. La Iglesia no es sólo los sacerdotes sino todos: desde un niño recién bautizado al obispo y al Papa. Todos somos Iglesia y todos somos iguales ante Dios. Todos estamos llamados a colaborar en el nacimiento a la fe de nuevos cristianos, todos estamos llamados a ser educadores de la fe, a anunciar al evangelio». Y nos hacía esta pregunta, que hago mía en este comienzo de curso: ¿Qué hago yo para que haya otros que compartan mi fe cristiana? ¿Soy fecundo en mi fe o estoy encerrado en mí mismo? Participemos todos en la maternidad de la Iglesia, para que la luz de Cristo llegue hasta los confines del mundo».
Pido a la Santísima Virgen que derrame sobre todos vosotros: profesores y alumnos su maternal protección y os ayude a convertir todos los afanes del curso que ahora comienza en medios para servir a la Iglesia y os obtenga de su Hijo un apasionado amor a la que es su Cuerpo y su Esposa.