Comunicar la fe con alegría y entusiasmo

Cope – 13 octubre 2013

El próximo domingo celebramos el DOMUND. Es el último evento eclesial antes de clausurar el Año de la Fe, el próximo 24 de noviembre, solemnidad de Jesucristo Rey. Como ha escrito el Papa Francisco, en el Mensaje para esta Jornada Mundial de las Misiones es una «ocasión importante para fortalecer la amistad con el Señor y nuestro camino como Iglesia que anuncia el Evangelio con valentía».

Dios nos ama. Él quiere que todos seamos hijos suyos y participemos de su misma vida y felicidad, primero en la tierra y después en la eternidad. Para eso nos creó y para eso se hizo hombre y murió y resucitó. Quienes tenemos el inmenso tesoro de la fe, además de agradecérselo a Dios y vivir según él, hemos de dárselo a conocer a los que nos rodean. Y, si es preciso, llegar al último rincón de la tierra para anunciárselo a cuantos quieran oírlo. Todo el mundo debería poder experimentar la alegría de saberse amados por Dios y el gozo de la salvación.

En este contexto se entiende bien que anunciar el Evangelio no es una opción que podamos asumir u omitir, sino una exigencia inscrita en la entraña misma de nuestra fe y de nuestra pertenencia a la Iglesia. Nadie está dispensado de hacerlo. Ni siquiera las personas que están enfermas, impedidas o inmovilizadas. Santa Teresita del Niño Jesús fue una religiosa carmelita de clausura y es Patrona de las Misiones. Todos podemos ofrecer nuestras oraciones, nuestros sufrimientos y nuestras aportaciones para que el Evangelio sea conocido en todas partes. Los primeros beneficiados de este anuncio somos nosotros y la comunidad cristiana a la que pertenecemos. Porque cuando anunciamos el Evangelio, nuestra fe se hace «adulta» y robusta; mientras que si guardamos la fe para nosotros, nos convertiremos en «cristianos aislados, estériles y enfermos» (Papa Francisco).

Ciertamente, el anuncio del Evangelio no es fácil, porque encuentra obstáculos externos muy fuertes. Pero quizás las mayores dificultades nacen dentro de la misma comunidad eclesial, por su falta de alegría y empuje para anunciar a todos el mensaje de Jesucristo. Sobre todo, cuando estas carencias son fruto de un planteamiento equivocado de la misión, pensando que llevar la verdad del Evangelio es «violentar la libertad». Pablo VI dio la clave con estas palabras: «Sería un error imponer algo a la conciencia de los hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la salvación obrada por Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto hacia las opciones libres que luego puedan hacer, es un homenaje a esta libertad» (Evangelii nuntiandi, 80).

Hasta hace pocos años, este anuncio del Evangelio se refería a países muy lejanos del nuestro. Hoy no hace falta salir de Burgos para realizar el primer anuncio de Jesús, pues son no pocos los adultos que no han recibido el Bautismo y son muchos los niños entre 7 y 14 años que no están bautizados. Hago mía la pregunta que hizo el Papa a los jóvenes, en una de las reuniones en la JMJ de Río de Janeiro: «¿Has propuesto a algún amigo tuyo recibir el Bautismo?»

Con todo, nuestro anuncio del Evangelio tiene como destinatarios principales a los que, después de haber recibido el Bautismo, se han alejado de la fe y de la práctica de la Iglesia, y siguen estilos de vida que les alejan cada vez más de Jesucristo. A esos hay que anunciarles nuevamente el Evangelio, dándoles a conocer la cercanía de Dios, su misericordia, la mano de Padre que les tiende. Por todo esto, hago mías las palabras del Papa Francisco, que invita «a los sacerdotes, a los consejos presbiterales y pastorales, a cada persona o grupo de la Iglesia a dar relieve a la dimensión misionera en los programas pastorales y formativos, sintiendo que el propio compromiso apostólico no está completo si no contiene el propósito de dar testimonio de Cristo a las naciones».

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