Acción de gracias por los mártires burgaleses beatificados en Tarragona
Catedral – 20 octubre 2013
1. Nos hemos congregado esta tarde en la que es la iglesia madre de todas las iglesias de la diócesis para dar gracias a Dios por la beatificación en Tarragona, el pasado domingo, de un gran número de hermanos nuestros, que fueron martirizados en la persecución religiosa española de 1936 a 1939. No hemos venido como van los equipos a un encuentro deportivo o a ganar una competición. Tampoco hemos venido a exaltar a unos héroes, que dan fama a nuestros pueblos o a nuestra provincia. Hemos venido a dar gracias a Dios por haber dado la gracia de la perseverancia final en la fe y en el amor a estos «discípulos que aprendieron bien el sentido de aquel amor hasta el extremo que llevó a Jesús a la Cruz» (Videomensaje del Papa Francisco) y dieron su vida antes que traicionar su fe en Cristo.
Los Beatos que hoy conmemoramos, como señaló el cardenal Amato en la misa de beatificación, «no eran combatientes, no tenían armas, no se encontraban en el frente, no apoyaban a ningún partido, no eran provocadores. Eran hombres pacíficos. Fueron matados por odio a la fe, sólo porque eran católicos, sólo porque eran sacerdotes, porque eran seminaristas, porque eran religiosos». En la prisión, se animaron mutuamente, oraron con fervor y constancia, y con exquisita caridad se ayudaron y ayudaron a otros prisioneros. Ya en el martirio, algunos pidieron sufrirlo en último lugar para alentar a sus hermanos.
No pensemos que eran superhombres y supercristianos. No eran héroes que tenían una fuerza superior a la de quienes les mataban. No. Eran débiles, tenían miedo, les hubiera gustado seguir viviendo. ¿Por qué, entonces, puestos en la alternativa de morir a traicionar su fe, prefirieron la muerte por amor a Jesucristo? La razón es bien sencilla: porque Dios les ayudó, les dio la fortaleza necesaria para resistir y el amor suficiente para entregarse como se entregó Jesús en la Cruz. Como luego diremos en el prefacio, Dios «ha sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad su propio testimonio».
Por eso y para eso hemos venido aquí esta tarde: para dar gracias a Dios, por haber sido tan bueno con estos hermanos nuestros, que les dio la gracia necesaria para alcanzar la palma de la victoria y la gloria del Cielo. Desde allí nos contemplan ahora, desde allí se unen a nosotros en íntima comunión; desde allí serán para siempre nuestros valiosos intercesores.
2. Desde allí, hay que añadir, serán también nuestros modelos, el espejo en que debemos mirarnos. ¿En qué hemos de imitarles? Ante todo, en la coherencia. Para nuestros beatos no hubo ninguna fisura entre la fe que profesaban con los labios y la fe que profesaban con las obras. Ellos eran cristianos, sacerdotes y religiosos que habían sido consagrados a Jesucristo por el Bautismo, el sacramento del Orden o los votos, y habían asegurado con la boca que estaban dispuestos a morir antes que renegar de la propia fe. Todos habían aprendido en el Catecismo y repetido muchas veces que «amar a Dios sobre todas» es «querer perderlas todas antes que ofenderle». Y así fue. Cuando tuvieron que optar entre renunciar a todas las cosas, incluso la vida, y ofenderle, prefirieron ser mártires antes que traidores.
¡Que ejemplo para nosotros! En el Videomensaje que nos envió el Papa Francisco con motivo de la beatificación, nos decía: «Imitemos a los mártires. Siempre hay que morir un poco para salir de nosotros mismos, de nuestro egoísmo, de nuestro bienestar, de nuestra pereza, de nuestras tristezas; y abrirnos a Dios, a los demás, especialmente a los que lo necesitan». Y añadía: Imploremos su intercesión «para ser cristianos de verdad, cristianos con obras y no de palabra; para no ser cristianos mediocres, cristianos barnizados de cristianismo pero sin sustancia; ellos no eran barnizados; eran cristianos hasta el final». Es la coherencia que nos pedía san Pablo en la segunda lectura: «Ya que habéis aceptado a Cristo Jesús, el Señor, proceded como cristianos».
Los cristianos de hoy necesitamos perder el miedo a presentarnos como tales. Nos hemos hecho un poco –o un mucho– vergonzantes de nuestra fe. Todos nos proclamamos cristianos cuando venimos a misa o cuando pedimos los sacramentos para nuestros hijos; pero, luego, qué poco se nota en la vida, sobre todo, en la vida pública. ¿Esperamos ser así la luz del mundo y la sal de la tierra? ¿Son estos los cristianos que necesita el mundo de hoy? Al recordar ahora a nuestros mártires beatos, hagamos este firme compromiso: «Señor: quiero ser cristiano de verdad en mi familia, en mi pueblo, en mi trabajo, en mi diversión».
Además de imitar a nuestros mártires en la coherencia entre fe y vida, hemos de imitarles también en el perdón y la reconciliación. La Iglesia exige dos cosas para declarar mártir a un cristiano: que muera «por odio a la fe» y que muera «perdonando», imitando a Jesucristo, que mientras le crucificaban, pedía perdón e imploraba clemencia para quienes cometían tan gran delito. Es lo que hicieron nuestros beatos y es lo que hemos de hacer nosotros. Nada hay más opuesto a nuestra fe ni más irreconciliable con ella que el odio, la malquerencia. Ser cristianos es llevar el amor al prójimo hasta el heroísmo. Y heroísmo es no sólo dar la vida sino perdonar y amar a los que nos quieren mal, a los que nos hacen mal, a los que nos desean el mal.
Hermanos: estamos viviendo en España unos momentos muy delicados en lo que respecta a la convivencia entre unos y otros. Son muchas las voces que se levantan a favor de la división, de la separación, del enfrentamiento. Hay medios de comunicación social que, en lugar de promover la cultura de la compresión y de la tolerancia, son sembradores de odio y de discordia. Hay también colectivos sociales y culturales cada vez más radicalizados. Una espiral de violencia verbal y física, puede minar nuestra convivencia pacífica. Ciertamente, no se trata de borrar las fronteras entre el bien y el mal, ni entre la verdad y la mentira. Se trata de no aceptar provocaciones y ser capaces de convivir, aunque seamos distintos en ideas políticas, sociales y religiosas. ¿No es una experiencia común y universal que los grandes conflictos, a la postre hay que arreglarlos en una mesa de negociaciones? ¿No es mejor prevenir que curar? Pidamos a los mártires que hoy festejamos que nos alcancen de Dios las mismas entrañas de perdón que ellos tuvieron y que nos hagan sembradores de paz y de alegría en nuestra vida cotidiana.
Que el Cuerpo eucarístico de Cristo, que hacemos presente y comulgaremos en esta celebración, nos convierta en Cuerpo místico de Cristo entre nosotros y así podamos unir y unirnos con todos, superando las enemistades, los enfrentamientos y los odios.