Conmemoración de todos los difuntos

2 noviembre 2013

Ayer nos reuníamos para celebrar la fiesta de todos nuestros hermanos que han llegado definitivamente a la Patria del Cielo y gozan ya de la visión de Dios. Hoy nos reunimos para celebrar la fiesta de todos aquellos otros hermanos que también han alcanzado la salvación, pero que todavía no han entrado en el Cielo y se purifican para entrar allí lo antes posible. Ayer, al celebrar a todos los santos, les invocábamos como intercesores y les pedíamos su ayuda para recorrer con fidelidad el camino de la vida. Hoy, al celebrar a los fieles difuntos venimos para ofrecerles la nuestra y ayudarles a ir lo antes posible al encuentro definitivo con el Señor. Ellos, en efecto, no pueden ya merecer en favor propio, pues ya han dejado este mundo, que es el lugar para ello. En cambio, pueden beneficiarse de lo que nosotros hagamos por ellos.

Sin embargo, tanto la celebración de ayer como la de hoy tienen el mismo punto de apoyo: nuestra fe en la inmoralidad del alma y en la resurrección de los muertos, y la íntima comunión que existe entre todos los que nos hemos incorporado a Cristo por el Bautismo. Los cristianos creemos que en la muerte sólo se destruye el cuerpo; el alma sigue viviendo. Pero la destrucción del cuerpo es temporal, no definitiva. Llegará un día –ese del que hablaba la lectura de la carta a los Tesalonicenses: el día del retorno definitivo de Cristo– en que nuestro cuerpo resucitará y volverá a unirse con nuestra alma, para ir a gozar de Dios –así los esperamos– eternamente en el Cielo. Esta fe en la inmortalidad del alma y en la resurrección de los muertos es la que avala nuestra presencia aquí y toda nuestra vida. Lo diremos luego, en el prefacio: «La vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se trasforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el Cielo».

Junto a esa fe en la inmortalidad del alma y en la resurrección de los muertos, hoy nos apoyamos en la comunión íntima que existe entre los que están en el Cielo, los que se purifican en el Purgatorio y nosotros que caminamos por este mundo. Todos formamos un único cuerpo: el Cuerpo de Cristo. Todos somos miembros de ese Cuerpo y todos estamos unidos a su Cabeza, que es Cristo. La vida de Cristo corre por todos sus miembros y la vida de todos los miembros se intercomunica entre sí: los santos, nos comunican su ayuda; nosotros ayudamos a los que se purifican; todos estrechamos nuestros vínculos de comunión. Estamos, ciertamente, en tres estadios distintos: la tierra, el purgatorio y el cielo. Pero formamos un solo y único Cuerpo: el de Cristo. ¡Qué hermosa y qué consoladora es nuestra fe! ¡Qué diferencia entre quienes creemos estas cosas y quienes piensan que todo acaba con la muerte!

Desde hace unos años, nos reunimos aquí, en la que es la iglesia-madre de la diócesis: la Catedral, para celebrar una Eucaristía por todos los fieles difuntos de la diócesis que han fallecido el último año. Me gustaría que, con el tiempo, sea una Eucaristía masiva. Porque esos vínculos –de los que hablaba hace un momento– se viven y robustecen en la Iglesia, tanto a nivel universal como local. Los cristianos no somos versos sueltos sino versos de un poema. Como decía, formamos un Cuerpo, el Cuerpo de Cristo. Los que se encuentran en el Cielo y en el Purgatorio son miembros invisibles; los que vivimos en la tierra somos miembros visibles. Nos conocemos unos a otros, nos reunimos en nuestras celebraciones, compartimos nuestras penas y nuestras alegrías, estamos presentes en el momento en que un niño se incorpora a nuestra comunidad por el Bautismo y lo estamos cuando le despedimos en nuestro último adiós.

Es muy lógico, por tanto, que hoy nos reunamos aquí para acordarnos de los hermanos difuntos de la diócesis que han entregado su alma a Dios en el último año. Ayer hemos ido al cementerio a recordar a nuestros familiares y allegados. Está bien, porque así cumplimos con los lazos de justicia y de piedad que nos unen a ellos. Además, la familia es la Iglesia doméstica, la maqueta de la Iglesia, y el ámbito donde se vive originariamente la fe. Pero la maqueta no existiría sin el edificio que representa. La familia es Iglesia doméstica porque existe el gran edificio de la Iglesia, al que ella representa y del que vive. Hermanos, ahondemos en estos vínculos que nos unen en Cristo. No somos extraños los unos para los otros. Tampoco somos indiferentes. No puede darnos lo mismo, sentirnos unidos que lejanos de la Iglesia donde vivimos nuestra vida cristiana.

Esta dimensión comunitaria de nuestra fe es hoy especialmente necesaria. No sólo porque vivimos en un ambiente profundamente individualista y hemos de estar vigilantes para no ser arrastrados por esa corriente; sino porque la fe de cada uno de nosotros necesita apoyarse hoy en la fe de los demás, para no correr el riesgo de que se difumine o se pierda. ¡Con qué fuerza y convicción vivieron los primeros cristianos su pertenencia a la comunidad! Bastaba que uno de ellos no se hiciese presente en la eucaristía del domingo, para que los demás comprendiesen de inmediato que estaba enfermo, encarcelado o en peligro de abandonar la fe. Y les faltaba tiempo para ir en su busca. ¡¡Éste es el modelo que tenemos que volver a reproducir!!

El mes de noviembre es un mes que tradicionalmente se vive de cara a los difuntos, sobre todo estos primeros días. Yo os animo a rezar por todos los fieles difuntos: ofreciendo por ellos la santa Misa y la comunión, el santo Rosario y otras oraciones de vuestra particular devoción. Os encarezco especialmente que lucréis indulgencias plenarias y las ofrezcáis por las almas del Purgatorio. Como sabéis una indulgencia plenaria cancela toda la deuda de un alma en el Purgatorio y realiza la visión inmediata y el gozo de Dios en el Cielo. La Iglesia es la administradora del tesoro infinito que forman los méritos de Jesucristo, de la Santísima Virgen, de Todos los santos y de todas las almas buenas. Y los pone a nuestra disposición para que los canalicemos hacia quienes nos sintamos más unidos o más obligados. La indulgencia plenaria se gana confesando, comulgando y haciendo alguna obra buena que esté mandada. Que no nos detengan nuestro pecados ni las faltas que pudieron cometer quienes ya han salido de este mundo. Como nos ha recordado el evangelio de hoy, Jesucristo no rechaza sino que acoge al pecador y le da su salvación. Basta que quiera acogerla, como Zaqueo.

Hermanos: Jesucristo en el momento previo al milagro de Lázaro dijo: «Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en Mí, aunque muerto vivirá y todo el que vive y cree en Mí, no morirá eternamente». Y en otro momento no menos solemne: «El que come mi carne y bebe mi Sangre tiene vida eterna y Yo se resucitaré el último día». Que ellas iluminen nuestra vida y ahora nos ayuden a participar con piedad y fervor en esta Eucaristía.

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