Eucaristía por obispos y sacerdotes difuntos

Catedral – 4 noviembre 2013

El sábado pasado por la tarde celebrábamos en esta Capilla una misa por todos los fieles de la diócesis que han fallecido a lo largo de este año. Y es lógico, porque –como cristianos– profesamos la creencia en la inmortalidad del alma, en la resurrección de Cristo y en nuestra resurrección al final de los tiempos. Además, los renacidos en Cristo por el Bautismo, formamos un solo Cuerpo y rige entre nosotros una íntima comunión. Gracias a ella, hay comunicación de bienes entre sus miembros.

Nada más lógico, por tanto, que vengamos a ofrecer el mejor de todos los sufragios: el sacrificio sacramental de Cristo por aquellos con los que hemos profesado-celebrado-vivido la misma fe en la misma Iglesia. Si los que están unidos por los vínculos de la sangre se acuerdan de sus antepasados durante estos días, con más motivo hemos de hacerlo quienes estamos unidos con los lazos de una misma fe y un mismo Bautismo, y tenemos por Padre al que es fuente y origen de toda paternidad.

Todas estas mismas razones avalan que ahora estemos aquí para ofrecer también el sacrificio redentor de Cristo, por nuestros hermanos sacerdotes de la diócesis que han fallecido desde el 2 de noviembre del año pasado. Ha sido un año en el que bastantes hermanos han llegado a la meta de su peregrinación. En pocos días, lo han hecho tres, uno de los cuales está ahora de cuerpo presente en la casa sacerdotal. Nuestra presencia aquí es reclamada, además, por el hecho de formar parte de un mismo presbiterio diocesano.

Como enseñaba ya san Ignacio de Antioquía y ha recordado el concilio Vaticano II, todos los presbíteros de una diócesis forman un único presbiterio, cuya cabeza es el obispo. El desarrollo histórico de las cosas hizo que esta verdad pasara luego a un segundo plano y perdiera fuerza persuasiva y operativa durante bastantes siglos. Hoy, gracias a Dios, ha sido recuperada y es repetida con insistente regularidad por el Magisterio reciente y actual de la Iglesia. Demos gracias a Dios, porque ahora somos más conscientes de que todos nosotros formamos un sólo cuerpo presbiteral y que entre todos hacemos posible que Jesucristo anuncie su evangelio, celebre sus sacramentos y pastoree a esta grey que llamamos «diócesis de Burgos». Un solo cuerpo en el que cada miembro ejerce una función propia: las parroquias, las capellanías, la facultad, el seminario, la catedral, las tareas de la administración. Y en el que cada uno tiene su propia sensibilidad y su propio carisma.

Formamos una rica unidad y, a la vez, una no menos rica variedad. Gracias a la comunión, la unidad no se convierte en uniformidad ni la variedad en anarquía. El Papa Francisco decía recientemente a unos obispos que acababa de ordenar, refiriéndose al Colegio Episcopal: «La variedad en la Iglesia, que es una gran riqueza, se funde siempre en la armonía de la unidad, como un gran mosaico en el que las teselas se juntan para formar el único gran diseño de Dios. Unidos en las diferencias: éste es el camino de Jesús». Con la debida proporción es plenamente aplicable al presbiterio: «Unidos en las diferencias: éste es el camino de Jesús». Así es como haremos que la Iglesia en general y la nuestra en particular sea lo que el Beato Juan Pablo II nos proponía para el tercer milenio: «Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: este en el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas de este mundo».

Este hombre de Dios nos trazaba, además, el camino que debíamos seguir para lograr este objetivo. «Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión…» que es, entre otras cosas, «capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un ‘don para mí’, además de ser un don para el hermano que lo ha recibido». Y añadía: «No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos de comunión. Se convertirían en medio sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento» (NMI, 43). Todo esto está exigiendo que demos cada vez más espacio al cultivo de la comunión. La misa que ahora estamos celebrando por los sacerdotes de la diócesis que nos han precedido en el signo de fe y duermen ya en el Señor, es uno de esos modos –el mejor, por tratarse de la Eucaristía– para cultivar y ampliar los espacios de nuestra comunión presbiteral.

Os invito a que no sea éste el único sufragio que ofrezcamos por nuestros hermanos sacerdotes. Todos los bautizados, pastores y fieles, somos santos y, a la vez, pecadores. A lo largo de una vida son muchas las faltas de fidelidad que todos cometemos, tanto en la predicación de la Palabra de Dios como en la celebración de los diversos sacramentos y en el cuidado de las almas. Tenemos buena voluntad, pero nos tira hacia abajo el egoísmo, la pereza, la falta de caridad en los juicios y las conversaciones, la falta de pobreza, y todo el capítulo de las omisiones. Ayudémonos con nuestras oraciones, sacrificios y demás sufragios. Apoyémonos en las palabras que nos ha dicho Jesús y hemos recordado en el Evangelio: «Este es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria».

Que Santa María, Madre especialísima de los sacerdotes, interceda por ellos y nosotros ante su Hijo y hermano nuestro, Jesucristo, que en unos momentos se hará presente entre nosotros.

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