Profesión solemne en las Teatinas
Madrid – 8 diciembre 2013
1. Nos hemos reunido esta tarde para un acontecimiento que llena de gozo a la Iglesia, a la comunidad de hermanas Teatinas y a dos miembros de la misma, junto con sus padres, familiares y amigos: la profesión solemne de dos hermanas de esta comunidad. ¡No cabe duda que se pueden tomar las palabras de la Santísima Virgen para exultar de gozo en el Señor y proclamar las maravillas que ha realizado con nosotros!
Estas dos hermanas van a dar un paso decisivo en su vida. Lo entenderéis particularmente bien los que habéis unido vuestras vidas con el sacramento del matrimonio. Después de un tiempo, más o menos prologado de noviazgo, un día os acercasteis al altar de Dios para ratificar ante él que os amareis en la salud y en la enfermedad, en la juventud y en la vejez, en las alegrías y en las penas. Os prometisteis fidelidad plena y para siempre, convirtiendo vuestro amor conyugal en algo propio y exclusivo vuestro. Esa unión ha sido tan fuerte e íntima que os habéis entregado hasta el punto de «no ser ya dos sino una sola carne». De esa unión han nacido los hijos, con la misma naturalidad y hermosura con la que un rosal produce flores olorosas. Esa entrega ha sido para vosotros tan decisiva, que vuestra vida se divide en dos mitades: hasta el matrimonio y desde el matrimonio.
2. Estas hermanas no vinieron a esta familia Teatina porque fueran desamoradas o porque hubieran tenido un fracaso sentimental. Vinieron porque habían comenzado a enamorarse de Jesucristo. Eran una especie de novias de Jesús. Con el paso del tiempo, les ha pasado como a los que estáis casados: que ese enamoramiento se ha confirmado y acrecentado, hasta el extremo de considerar que su vida y la de Jesucristo tienen que estar unidas para siempre y de modo total y exclusivo. Hoy, de modo público y solemne, quieren ratificar este amor y donarse a Jesucristo en matrimonio. Quieren que Jesucristo sea el dueño de toda su persona y su vida. Se entregan en cuerpo y alma a Jesucristo, y se entregan para que su amor esponsal sea fecundo en nuevos hijos que le nacen a la Iglesia. A ellas se les puede aplicar al pie de la letra las palabras de san Pablo: «Todo es vuestro. Vosotras sois de Cristo y Cristo es de Dios».
Este enamoramiento no es una entelequia ni un sentimentalismo vacío de contenido. Lo sería si Jesucristo fuese una idea o un ser del pasado. Pero Jesucristo vive y posee una humanidad real y verdadera, si bien glorificada. Jesús manifestó a sus discípulos la realidad de su pasión y muerte: «El hijo del hombre será entregado y muerto». Pero añade «al tercer día resucitará de entre los muertos». Nuestra fe nos asegura que ambas realidades se han cumplido. Lo confesamos en el Credo: «padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado y al tercer día resucitó de entre los muertos». Jesucristo, por tanto, vive. Y vive como Dios pero también como hombre verdadero. La resurrección no ha destruido su santa humanidad: aquel mismo cuerpo, vivificado por su alma, ha sido ahora por la resurrección trasformado, trasfigurado y glorificado.
Los santos han hablado con frecuencia del amor y la devoción a la Santísima Humanidad del Cristo. Entre los ejemplos más emblemáticos en vivirlo y recomendarlo está Santa Teresa de Jesús. Por eso, cuando se habla de los desposorios entre Cristo Jesús y sus íntimos, no es un modo de decir, una metáfora, una consideración piadosa sin fundamento teológico. No. Es una realidad, un verdadero matrimonio; de orden espiritual y místico, pero verdadero. Desde hoy, ya no se pertenecen en nada: ni en su cuerpo ni en su alma, ni en sus pensamientos y deseos, ni en cada una de sus acciones. Son plenamente de Cristo en todo su ser.
3. ¿Cómo lo harán realidad? En la medida que hagan suyo el misterio nupcial de Cristo con su Iglesia. Refiriéndose a este misterio, dice el beato Isaac de Stella: «Al desposarse el Omnipotente con la débil, el Altísimo con la humilde, haciendo reina a la esclava, puso en su costado a la que estaba a sus pies. Porque brotó de su costado. En él, le otorgó las arras de su matrimonio. Y, del mismo modo que todo lo del Padre es del Hijo y todo lo de Hijo es del Padre, igualmente, el Esposo dio todo lo suyo a la esposa y la esposa dio todo lo suyo al Esposo, y así la hizo uno consigo mismo».
Esta unión y vinculación entre Cristo y su Esposa, la Iglesia, es tal, que el mismo autor no duda en seguir afirmando: «el Esposo, que es uno con el Padre y uno con la Esposa, hizo desaparecer de su esposa todo lo que halló en ella de impropio; lo clavó en la cruz y en ella expió todos los pecados de la Esposa. (…) Tomó, sobre sí, lo que era propio de la naturaleza de la Esposa y se revistió de ello; a su vez, le otorgó lo que era propio de la naturaleza divina. En efecto (…) tomó sobre sí lo que era humano y comunicó lo divino. Y así es del Esposo todo lo que es de la Esposa».
La Iglesia, en efecto, es esposa de Cristo porque Cristo la ha amado tanto que ha muerto por ella, y la ha limpiado y purificado completamente. Se ha unido a ella de modo tan perfecto, que todo lo que la Iglesia tiene –la Palabra, los sacramentos, la caridad, es decir, su vida entera– es de Cristo y todo lo que Cristo tiene es de la Iglesia.
Queridas hijas, dentro de unos momentos, al finalizar las Letanías dirigiré a Dios esta oración: «Dios omnipotente y misericordioso: concede a estas hermanas nuestras… querer siempre lo que a Ti te agrada a fin de que, purificadas e iluminadas interiormente, e inflamadas por el fuego del Espíritu Santo, puedan vivir fielmente su consagración hasta la muerte». Y un poco después, cada una haréis vuestra consagración
4. Pidamos a Cristo el Señor, que así como su Esposa, la Iglesia, vive de y para la Eucaristía, estas dos hermanas profesas encuentren en la Eucaristía el centro, el imán y la fuerza para vivir siempre su consagración esponsal, con la misma alegría y gozo de hoy, es decir, como verdaderas esposas enamoradas.
Así sea.