Viernes Santo en la Pasión del Señor

Catedral, 18 abril 2014

Acabamos  de escuchar la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según san Juan. Si la comparamos con la que leímos el pasado Domingo de Ramos, notaremos de inmediato que hay una notable diferencia. San Mateo, en efecto, ponía el acento en el dolor de Jesús. San Juan, sin ocultarlo, prefiere subrayar el señorío y la realeza de Cristo. Quien  muere en la Cruz no es un derrotado y un vencido por sus enemigos. Es un triunfador.

La carta a los Hebreos subraya lo mismo: “Vemos a Jesús coronado de gloria y honor por su Pasión y Muerte”.

Nosotros no lo entendemos. No nos cabe en la cabeza que un crucificado pueda ser considerado un vencedor. Ello se debe a que asociamos el triunfo y la gloria con tener éxito, dinero, poder, fama, aceptación popular. De ahí que pensemos que el dolor y el sufrimiento sean incompatibles con la gloria y el honor.

Dios tiene otros esquemas. Triunfa en la humillación, es grande haciéndose pequeño, reina mientras sirve. Toda la historia de la salvación lo confirma. Baste pensar que, mientras los judíos esperaban un mesías dominador y poderoso, los profetas anuncian que el Mesías enviado por Dios será manso y humilde, condenado a pesar de ser inocente, llevado al matadero como un cordero, sacrificado sin oponer violencia.

Jesucristo lleva a cabo esta profecía. Él triunfa en una cruz, Él vence cuando es humillado hasta el límite. ¿Cómo esto es posible? ¿No será un absurdo piadoso, que no resiste la menor crítica? No. No es un absurdo ni una quimera. Jesucristo triunfa en la Cruz, porque es en ese trono donde “nos ha comprado con su sangre”. Más aún, donde ha comprado con su Sangre a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los lugares; o, como dice san Pablo, “de toda raza, lengua, pueblo y nación”. Ha conquistado incluso la creación, porque le ha devuelto la originaria bondad y belleza que le había arrebatado el pecado de nuestros primeros padres.

Ya lo había anunciado Él cuando predicaba por los caminos de Palestina. Entonces había dicho: “Cuando sea levantado sobre la tierra, atraeré todos hacia Mí”. Y en otra ocasión había precisado: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da fruto abundante”. Él, clavado por amor en la Cruz, es el grano de trigo triturado y molido en el surco del dolor voluntario. Por eso, da mucho fruto: el fruto de la salvación eterna de todos los hombres y mujeres del mundo. Allí se cumple lo que había anunciado su Precursor, el Bautista: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Este es el Cordero que sustituye a todos los corderos pascuales y se convierte en el Verdadero Cordero Pascual. Pues su Sangre, al entrar en contacto con  toda la suciedad del mundo, en lugar de contaminarse y hacerse ella misma impura, destruye y purifica la suciedad de todos los pecados del mundo.

Queridos hermanos: la palabra de Jesús se cumple también en nosotros, sus discípulos. Mejor dicho, debe cumplirse; pues tantas veces no seguimos esa lógica divina y rehuimos la cruz y el sacrificio. Hoy hemos de tomar más conciencia de que  si queremos dar fruto, dejar poso en la vida, no ser estériles, no hay otro camino que el que pasa por la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.

Una cruz que se concreta en el trabajo, realizando con perfección humana y cristiana la tarea profesional que desempeñamos; en la familia, trasmitiendo con generosidad la vida, superando todos los egoísmos que nos atan a una vida cómoda pero que nos dejan insatisfechos; en la cruz de la educación de los hijos, dedicándoles tiempo y esfuerzo; en la cruz del servicio de quienes estamos constituidos en autoridad, sirviendo con empeño y buena cara a quienes están bajo nuestra autoridad; en el apostolado, venciendo la vergüenza del hablar de Dios en los ambientes indiferentes y hostiles, o dedicando parte de nuestro tiempo a enseñar catequesis, a ser voluntario de Cáritas, a  organizar tareas en favor de quienes viven en nuestro barrio; en la atención a los necesitados materiales y espirituales; en el afán de mantener y  crear puestos de trabajo.

Hermanos, vivimos en un mundo que sigue apostando por el poder, el dinero y la prepotencia; y piensa que así hará progresar al hombre y a la sociedad. Cristo, desde la Cruz, nos dice que esa lógica lleva a la infecundidad, a la infelicidad y a la explotación del débil por el fuerte y del pobre por el poderoso. Para reinar hay que servir; para dar vida hay que morir; para producir frutos verdaderos y abundantes hay que enterrarse en el surco de la renuncia, del sacrificio y, en definitiva, de la Cruz.

María, al pie de la Cruz, es la primera discípula de la lógica que instaura su Hijo muriendo por los hombres. Ella, que fue la única que estuvo en pie mientras ese Hijo entregaba su vida por amor, recogió en herencia la cosecha que Él había ganado con su entrega y se convirtió en Madre de todos nosotros.

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