Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor

Catedral, 20 abril 2014

El primer Viernes Santo de la historia, Jesús de Nazaret –poderoso en obras y palabras y que pasó por el mundo haciendo el bien a todos- fue vendido por uno de sus discípulos, renegado por otro, al que había prometido ponerle al frente de su obra, y abandonado por todos los demás del grupo que había elegido para que continuaran su obra y le dieran a conocer a todo el mundo.

Ese mismo día, un político cobarde, llamado Pilato, lo condenó a muerte, a sabiendas de que era inocente. Las dos principales autoridades religiosas judías –Anás y Caifás-  le crucificaron con odio y con saña. Y la turba, zarandeada y manipulada como siempre por los agitadores de turno, pidió la libertad de un homicida y la muerte del inocente Jesús.

Han pasado veinte siglos desde aquellos infaustos días y acontecimientos. ¿Quién sigue hoy al cobarde Pilato? ¿Quién se considera discípulo de los crueles Anás y Caifás? ¿Quién desea seguir el ejemplo de Judas? Nadie. A todos esos personajes se les ha tragado la tierra con olvido y con desprecio.

En cambio, a ese Jesús traicionado, condenado y matado en un patíbulo infame, le siguen miles de millones de personas de todos los continentes, de todas las razas y lenguas, de todas las clases sociales. No se conoce un caso semejante en toda la historia de la humanidad. ¿Qué ha pasado? ¿Qué explicación satisfactoria puede aclarar este hecho sin igual?

La explicación se encuentra en este Cirio que nos preside. En él están escritas la primera y la última palabra del alfabeto griego –para indicar que es el principio y el fin de todo-. Está escrito el año de gracia que corre: 2014, -indicando que la historia comienza a contarse a partir de la persona que representa-. En él hay una cruz escoltada por cinco granos de incienso, -símbolos de las cinco llagas. En él hay una luz encendida, -símbolo de la vida, de la verdad y del amor-. Todas estas cosas -y el Cirio mismo- son símbolo de Jesucristo Resucitado. Indican que, quien estuvo clavado y murió en la Cruz, volvió a la vida al tercer día, convirtiéndose así en Señor de la muerte, de la vida y de la historia.

¡¡La Resurrección!! Esto es lo que explica que el Crucificado sea seguido por miles de millones de discípulos, que están dispuestos a confesarle como su Señor y a dar la vida por él. Como decía anoche cuando bendecía el Cirio, la resurrección hace que Jesucristo sea “el principio y el fin, que suyos sean el tiempo y la eternidad, y que a él pertenece la gloria por los siglos de los siglos”. No se puede decir con más grafismo y fuerza que Cristo Resucitado es el centro de la creación, de la historia y de todos y de cada uno de los hombres; que de él arranca todo y que todo se orienta a él; que pasarán el Cielo y la tierra pero él permanecerá para siempre; que nada ni nadie podrá prescindir de él ni salvarse fuera de él.

Nosotros, hermanos, no terminamos la Semana Santa en el Descendimiento de la Cruz y en la procesión del Santo Entierro, del Viernes Santo. Si termináramos ahí, seríamos dignos de lástima. Iríamos detrás de alguien a quien vencieron sus enemigos y hubo de contentarse con dejarnos un ejemplo digno de admiración. Pero no, no somos dignos de lástima sino de santa envidia, porque somos discípulos del que ha vencido al mal en todas sus formas y hasta a la misma muerte. Seguimos al Vencedor absoluto y para siempre.

Ese es el hecho maravilloso que nos han proclamado todas las lecturas de hoy. Ellas son el testimonio escrito de quienes tuvieron constancia del hecho de la Resurrección, porque vieron con sus propios ojos, palparon, comieron y hablaron con el Resucitado. Y, como lo vieron y experimentaron, se sintieron urgidos a comunicárselo a quienes querían escucharles. Primero, lo hicieron de palabra. Luego, cuando ya no podían dejar oír su voz en todas y cada una de las comunidades cristianas que fundaron, lo  pusieron por escrito. Desde ellos, y generación tras generación, el boca a boca de los discípulos se lo ha ido trasmitiendo hasta llegar a nosotros. Con la misma sencillez y verdad con la que se trasmiten las cosas de familia de padres, a hijos y a nietos. Nosotros se lo trasmitiremos a los vengan detrás. Y así, la cadena que arranca de los apóstoles, no se interrumpirá hasta el fin del mundo.

Eso lo vamos a hacer con nuestra palabra. Pero, sobre todo, con nuestra vida. Ahora nos corresponde a nosotros situar a Jesucristo Resucitado en el centro de nuestra vida personal, de nuestra familia, de nuestro trabajo, de nuestras diversiones, de nuestros compromisos sociales, de todas las actividades nobles que realicemos. Pero no vamos a contentarnos con esto. Además, anunciaremos a cuantos se crucen en el camino de nuestra existencia, que somos felices de seguir a Jesucristo, que para nosotros la vida no tiene sentido sin él, que confiamos ahora en él y que el día de nuestra muerte sabemos que nos dará un abrazo de amor y nos llevará al Cielo. Tenemos que decirles que la felicidad no está en el dinero, ni el poder, ni en la fama, ni en placer; sino en vivir según la fe que profesamos.

Alegría, hermanos, mucha alegría por ser discípulos del Resucitado. Y un propósito firme: no vivir mirando hacia la tierra sino hacia el cielo. Con los pies en la tierra, ciertamente, pero con la vista del alma en el Cielo, en Dios. Que la Eucaristía de hoy sea el alimento y la ayuda que necesitamos para ello.

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