En el centenario de la muerte de san Benito Menni
Catedral, 24 abril 2014
Nos hemos reunido hoy en esta Catedral para celebrar solemnemente el centenario de la muerte de san Benito Menni. Un santo que tiene gran actualidad y mucho futuro. Ángel Hércules, como le pusieron el día de su bautismo, nació a mediados del siglo XIX en Milán, en el seno de una familia profundamente cristiana, en la cual nacieron 15 hijos, que fueron sacados adelante con un modesto negocio al que el padre se dedicaba.
A los 19 años entró en los Hermanos de San Juan de Dios y adoptó el nombre de Fray Benito Menni. Pocos años más tarde, cuando sólo contaba 26, recibió un encargo que le asustó: venir a España para restaurar la Orden, que había desaparecido como consecuencia de dos reales decretos del gobierno de Mendizábal. “Ve a España, hijo mío, y restaura la Orden en su misma cuna”, le dijo el Papa Pío IX. Había que empezar de cero. Pero en diciembre de 1867, el obispo de Barcelona, que meses antes había rechazo el proyecto, inauguraba un hospital de doce camas para niños minusválidos y en mayo siguiente, el General de la Orden lo aprobó como la primera célula de la Orden restaurada en España.
Las cosas andaban muy revueltas en la España del último tercio del siglo XIX y el Padre Menni fue expulsado en 1873. Pero pocos meses después ya estaba de nuevo. El rey don Carlos lo aceptó como enfermero -junto con otros cinco compañeros- y durante tres años curó las almas y los cuerpos en varios frentes, donde luchaban los dos bandos, enzarzados en una violenta guerra civil. Fue como un bautismo de caridad y el pasaporte para que un grupito de seguidores suyos, al llegar a Madrid obtuviera el reconocimiento legal como “Asociación de Enfermeros Hermanos de la Caridad” y el permiso de fundar asilos y hospitales. A Madrid, más en concreto a Ciempozuelos, se trasladaron los novicios de Barcelona y en Ciempozuelos fue naciendo, pabellón tras pabellón, un manicomio para hombres, que resultó un hospital psiquiátrico de vanguardia y fue el verdadero hogar de la restauración hospitalaria en España.
Desde que empezó su misión, Benito Menni había constatado que el Señor necesitaba manos femeninas y corazones de madre para atender a las enfermas mentales y a las niñas minusválidas que, por Estatutos, no podían ser admitidas en los hospitales de la Orden. Había que fundar esa institución. Mientras pensaba y rezaba, Dios suscitó en Granada dos mujeres, María Josefa Rocío y María Angustias Jiménez, que buscaban “algo” a lo que entregarse. Vinieron a Ciempozuelos y con ellas emprendió la “locura divina” de fundar las “Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús”. Cuando el P. Menni dejó de ser provincial de la Orden (1903), las Hermanas ya contaban con 9 casas. Eran el embrión de una Obra que hoy está extendida por 24 países.
Todo parecía indicar que, al dejar de ser Provincial, dispondría de más tiempo para dedicarse a la atención cercana de su Congregación de Hermanas Hospitalarias. Pero la Divina Providencia le tenía reservada una nueva responsabilidad: ser, primero, Visitador Apostólico de los Hermanos Hospitalarios (de san Juan de Dios) y, luego, terminada esta misión, ser nombrado por san Pío X General de la Orden. Poco más de un año duró en el generalato, porque en 1912 presentó la renuncia.
La caridad de Benito Menni no era blandenguería ni condescendencia bonachona con el mal. En sus largos años de Provincial y Visitador, y como General, reprimió diversos abusos con serena firmeza. Por ejemplo, en el Manicomio de san Baudilio de Llobregat expulsó a varios médicos por graves desórdenes morales y en algunas comunidades cortó de raíz ciertas desviaciones en la disciplina. Todo ello le ganó un grupito de adversarios dentro de la Orden. Aunque eran pocos, eran influyentes e intrigantes y utilizaron contra él todos los medios, incluida la mentira. Ya antes había sido probado con el signo inequívoco de las obras de Dios: la cruz. De hecho, entre 1995 y 1902 fue blanco de todo tipo de calumnias y ocupó las páginas de los periódicos por un supuesto caso de repugnantes violencias a una enferma. Al final fue absuelto. Sin embargo, no fue esa la cruz que más le hizo sufrir, sino la campaña de calumnias –que él calificaba como “innombrables”- ante el tribunal eclesiástico del Santo Oficio en Roma; el cual lo declaró inocente. Y, sobre todo, las acusaciones ante la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares, ante su Superior General y otros. Fue el resello de la cruz, porque procedió de algunos hermanos religiosos y, en ocasiones, des sus hijas espirituales. Por fin, el 24 de abril de 2014 Dios le llamó a su presencia para premiarle como Él premia a los que no buscan otra cosa que cumplir su santa Voluntad. Algunas décadas más tarde, el gran Juan Pablo II le beatificó y luego le declaró santo.
Es justo que hoy las Hermanas y Hermanos Hospitalarios quieran honrar su memoria y dar gracias a Dios con motivo del centenario de la muerte de su Fundador y Restaurador. Me alegro de ello y os agradezco que me hayáis invitado para tan fausto acontecimiento.
A la vez, me vais a permitir que os haga algunas sugerencias al hilo de lo que acabo de recordar sobre vuestro Fundador. Ante todo, hoy debe ser una llamada a renovar la fidelidad a vuestro específico carisma, siguiendo las huellas de San Benito Menni. Es verdad que las circunstancias son muy distintas a las suyas y hay cosas que no se pueden repetir materialmente. Sin embargo, el espíritu de pobreza, de entrega incondicional a los enfermos, de hacer frente a todas las dificultades externas e internas con espíritu de fe y amor de Dios, de celo ardiente por las almas, de exigencia en la moralidad de todos los que trabajan en vuestros centros…, todo eso no tiene límites de tiempo y espacio. Las palabras del Señor no variarán nunca: “Lo que hicisteis con uno de estos, a Mí me lo hicisteis”.
San Benito Menni os ha trazado -mejor dicho, nos ha trazado a todos de cara a nuestra propia vocación-, el camino, los medios que hemos de emplear para conseguirlo: enamorarse de Jesucristo por el trato intenso con él en la eucaristía, amar filialmente a la Santísima Virgen, cultivar la virtud de la humildad, abrazarse a la cruz de cada día y a la de las incomprensiones y hasta de las calumnias.
Queridos Hermanos y Hermanas Hospitalarias: estad contentos con vuestra vocación; sentíos plenamente realizados como hombres y mujeres, y, por supuestos, como cristianos; irradiad la alegría a vuestros enfermos y no os canséis de ver en ellos al mismo Jesucristo.
Amén