Ordenaciones diaconales

Catedral, 21 junio 2014

Hoy es un día especial para nuestra diócesis. Porque se presentan   dos candidatos al diaconado, como último paso previo al presbiterado. Cuando han sido presentados, quienes les conocen, han asegurado ante Dios que los creen idóneos y dignos de les imponga las manos. Por eso, hemos dado gracias a Dios, de quien procede el don de este ministerio y la gracia para llevarlo a cabo.

A partir de hoy Félix y Eduardo se convertirán en ministros del Evangelio, en ministros ordinarios de la comunión y exposición del santísimo, en servidores del altar durante las funciones litúrgicas que preside el obispo o el presbítero y en ministros del obispo para el ejercicio de la caridad, especialmente con los pobres y necesitados. A partir de hoy asumís la responsabilidad de rezar el Oficio Divino en nombre de la Iglesia y a favor del entero Pueblo de Dios y de todo el mundo. También asumen el compromiso de mantenerse célibes durante toda su vida, para dedicarse en cuerpo y alma a los fieles que les sean encomendados.

El celibato es un carisma que el Espíritu Santo concede a quienes en la Iglesia latina son llamados al diaconado, presbiterado y episcopado. Porque la Iglesia latina quiere que sus ministros no contraigan el sacramento del matrimonio sino que no tengan más dedicación que la del servicio y cuidado de la comunidad. Además, quiere que sus ministros den testimonio ante toda la comunidad y ante el mundo de la provisionalidad de las cosas de este mundo y la plenitud de la vida futura, en la cual no habrá ni casados ni célibes sino que todos acompañarán al Cordero en las bodas eternas en la Jerusalén celeste.

Algunos han afirmado recientemente que el papa Francisco quiere cambiar esta disciplina e introducir el celibato opcional; de modo que los diáconos, sacerdotes y obispos que deseen puedan casarse y los que quieran permanecer célibes, lo sean. El Papa Francisco no ha dicho esto. Ni mucho menos. El Papa se ha limitado a recordar la doctrina del Magisterio de la Iglesia, que ha sido ratificada nuevamente por el Concilio Vaticano II y, luego, por los Papas Pablo VI, san Juan Pablo II y Benedicto VI. A saber: que el celibato no es un dogma de fe, que ate las manos a la Iglesia de modo absoluto. La Iglesia tiene las manos libres para proceder como le parezca más conveniente para atender a sus fieles. El Papa Francisco ha añadido también que la Iglesia católica de Rito oriental permite el celibato opcional a los diáconos y presbíteros –no a los obispos- con tal que hagan la opción antes de recibir el diaconado. Más aún, que en la Iglesia latina se han dado algunos casos excepcionales en los que se ha permitido el matrimonio a los sacerdotes, como ha ocurrido recientemente con los procedentes del Anglicanismo.

Pero el papa Francisco ha añadido con claridad: “Es una norma que yo aprecio mucho y que es un don para la Iglesia”. El carisma del celibato es, ciertamente, un gran don para la Iglesia. Ahora bien, sería un contrasentido ser célibes y no desvivirse por las almas o tener el corazón seco y sin amor. Porque los célibes estamos comprometidos, tenemos esposa, familia e hijos. Nuestra esposa es la Iglesia. Con ella nos casamos el día de nuestra ordenación, como lo hace un chico con una chica y se comprometen a amarse y respetarse todos los días de la vida, tanto en los días y momentos de alegría y salud, como en los de penas o enfermedades, tanto cuando son jóvenes y cuando sean mayores. ¡Siempre e incondicionalmente!

De nuestro ministerio esponsal con la Iglesia nace, como en el matrimonio entre un hombre y una mujer, una familia y unos hijos: son la porción del Pueblo de Dios que se nos confía a nuestro ministerio. A ellos debemos dedicarnos con la misma solicitud y empeño –incluso mayor- que un padre y una madre para con sus hijos. Tenemos que hacer crecer esta familia con nuevos hijos. En caso contrario, envejece, empobrece y desaparece. Por eso, todos los sacerdotes -y, en cierta medida también vosotros, queridos Eduardo y Félix-, tenemos que dedicar tiempo y esfuerzo a hacer nuevos cristianos, no regateando energías para que todos reciban el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Porque la iniciación cristiana requiere la gracia de estos tres sacramentos para la plenitud del ser cristiano.

Como los buenos padres hemos de ayudarles a crecer en la fe a esos hijos que Dios nos da. El Colegio y la universidad, para que maduren en la fe y la vida cristiana es la catequesis en las distintas etapas de adolescentes, jóvenes y adultos. Nunca fue fácil esta catequesis y hoy tiene una dificultad añadida. Pero no podemos renunciar a ella. De lo contrario, no sólo no madura la fe sino que ésta se enfría, nos alejamos de la práctica religiosa y terminamos en una ignorancia supina e incapaz de dar razón de la fe.

Fruto de la catequesis será el espíritu apostólico y misionero y el testimonio de vida. Porque una comunidad que no es misionera, que no evangeliza, no es una comunidad cristiana adulta; necesita crecer. Como no es adulta y necesita crecer, una comunidad cuyos miembros son cristianos mientras están en las celebraciones pero se olvidan de serlo en su trabajo, en su familia, en sus compromisos sociales y políticos, en sus tiempos de ocio.

Ya veis, queridos Eduardo y Félix, que el carisma del celibato tiene plena razón de ser. Porque nos hace estar plenamente disponibles para las almas. Y al decir “disponibles” me refiero a que hemos de dedicar a las almas todo nuestro tiempo, todas nuestras preocupaciones, todas nuestras ilusiones, todos nuestros sacrificios, todo nuestros haberes, todo nuestro amor. El Papa Francisco se lo decía el pasado lunes al clero de Roma: Si no vivimos esta maternidad, esta paternidad “somos solterones”.

Desde la cumbre de los años puedo aseguraros –y todos vosotros, sacerdotes también podéis hacerlo- que el celibato vivido con amor es fuente de inmensa alegría y que no hace falta ser héroes para vivirlo. Basta entregarse a Dios y a los hombres.

Renovemos cada uno nuestra dedicación a Dios y vosotros los nuevos diáconos acoged ese carisma con inmenso agradecimiento y, a la vez, con gran humildad. Ahora dispongámonos todos a participar en el rito de Ordenación, implorando al Espíritu Santo que descienda sobre estos elegidos.

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