Eucaristía de acción de gracias en el 50 aniversario de su ordenación sacerdotal

Catedral, 30 junio 2014

No entraba en mis cálculos tener una celebración especial con motivo de mis cincuenta años de sacerdote. Pensaba que era suficiente la fiesta sacerdotal de san Juan de Ávila, que celebré aquí y en Murcia, mi diócesis de origen con los condiscípulos. Algunos de vosotros terminó convenciéndome de que aquello no era obstáculo para que tuviéramos una celebración especial, en cuanto cabeza del presbiterio diocesano. No tendría los sentimientos propios de un sacerdote y de un obispo si ahora que estamos ya reunidos no les diera a ellos las gracias por su benevolencia y a vosotros por haber venido a esta Eucaristía.

En estos momentos hay dos ideas que se sobreponen a las demás: la gratitud y la misericordia. Ante todo y sobre todo, la gratitud al Señor por haberme elegido para ser sacerdote suyo, para ser ministro suyo entre los hombres, para ser pastor de una porción de su Pueblo. El Concilio Vaticano II nos ha dado la inmensa alegría de proclamar de nuevo el sacerdocio bautismal o sacerdocio común de los fieles ofreciendo al laicado la ocasión providencial de descubrir cada vez mejor la vocación de todo cristiano al apostolado y su necesario y activo compromiso con la Iglesia. Gracias a ello, surgió  una inestimable contribución al anuncio del Evangelio y a orientar las tareas seculares honestas según el querer de Dios.

Pero esto no disminuye en nada la importancia y necesidad del sacerdote ministerial. Más aún, supuesta la vocación bautismal, nada hay equiparable con el sacerdocio ministerial. Porque nada es comparable con la celebración del gran sacramento de la Eucaristía y con el perdón de los pecados. La Eucaristía es la fuente y la cumbre de la historia de la salvación y de la vida y ministerio de la Iglesia. Ella hace presente el único y perfectísimo sacrificio de la Cruz, y que sus aguas purificadoras y salvadoras lleguen hasta cada una de las comunidades esparcidas por el mundo y por la historia, y llegue a cada uno de los miembros que las integran. La Eucaristía nos hace entrar en la vida íntima de la Trinidad, nos da la certeza de que la Iglesia seguirá existiendo y vivificando el mundo, y nos abre las puertas de la resurrección gloriosa. La Eucaristía nos acerca al pozo inagotable de aguas vivas que brotan del misterio trinitario y, después de haber fecundado el mundo, vuelven a él como un caudaloso río de redimidos. Se comprende que haber recibido la potestas para celebrar la Eucaristía, para  confeccionar el Cuerpo de Cristo sobrepuja cualquier otra función y ministerio.

Sólo hay otra potestas que se le asemeje: la de perdonar los pecados. Efectivamente, cuando los fariseos increpaban a Jesús porque perdonaba los pecados, se equivocaban. Pero su error no radicaba en el argumento que aducían: ¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios? Porque, efectivamente, Dios es el único que puede perdonar los pecados. Su error consistía en negar que Jesús no pudiese hacerlo porque –según ellos- no era Dios. De hecho, Jesús les contra-argumenta demostrando que tiene ese poder y que es Dios, recurriendo a un milagro prodigioso.

Como bien sabéis, he sido Penitenciario durante muchos años: tres en Albacete y más de diez en Valencia. A lo largo de las muchas horas pasadas en el confesonario, he tenido la suerte de acoger a muchos hermanos y perdonarles sus pecados, reconciliándoles con Dios, con la Iglesia y consigo mismos. En esta tarea fui especialmente feliz y me llevé constantes alegrías. He podido ver en sus rostros radiantes la alegría de la conversión y del perdón recibido de Cristo. Nunca la hubiera abandonado por propia iniciativa. Pero el Señor tenía otros planes. Un día, el arzobispo de Valencia, monseñor Roca Cabanellas, me hizo saber que Juan Pablo II preguntaba si estaba disponible para trabajar en el Pontificio Consejo para la familia. No podía decir que no y me fui a Roma a trabajar en la promoción de la familia.

Con el paso de los años pude advertir que había sido una caricia de Dios. Porque en aquel lugar privilegiado ratifiqué lo que tenía ya bien experimentado, a saber: la importancia capital que tiene la familia para la marcha del mundo y de la Iglesia y, en concreto, para las vocaciones sacerdotales y religiosas. Yo no he tenido la suerte que habéis tenido muchos de vosotros, queridos sacerdotes. Porque perdí a mi padre cuando tenía seis años. Nos quedamos tres hermanos con mi madre. La pequeña mi hermana Consolación –aquí presente con su marido, porque también ellos celebran sus bodas de oro matrimoniales, dado que se casaron el día de mi primera misa-. De la mamá recibimos un ejemplo, sencillo pero constante, de fe, de oración, de trabajo y de tenacidad para sacarnos adelante. Ahora que está en el Cielo se lo quiero agradecer públicamente.

El ejemplo de mi madre, me ayudó muchísimo para ahondar en el valor inapreciable de la familia y apoyar con decisión las iniciativas que nos hacía llegar san Juan Pablo II al Pontificio Consejo que él había creado para potenciarla. Esto me estimula para apoyar todo lo que el Papa Francisco está haciendo por la familia, en especial el Sínodo Extraordinario que ha convocado para este octubre y el del próximo año. Ayudadme a ello también vosotros.

¿Cómo no agradecer al Señor que haya querido contar conmigo para realizar estas tareas sacerdotales? ¿Cómo no agradecer también ahora que haya querido contar con todos y cada uno de vosotros, queridos sacerdotes? Elevemos, pues, todos juntos el Te Deum más solemne y el Magníficat más sublime por el don de nuestro sacerdocio, celebrando con fervor y piedad esta Eucaristía.

Decía antes, que además de dar gracias a Dios, quería apelar a su misericordia infinita. Porque ¡ojalá hubiese respondido como él quería y el pueblo necesitaba! No ha sido así en tantas ocasiones. Le he pedido perdón muchas veces, pero hoy quiero hacerlo de modo especial, porque especial es la circunstancia en que nos encontramos. El lema de mi escudo episcopal es “in aeternum misericordia Eius”. Yo soy el primero que necesito aplicarme estas palabras. Lo hago con gusto y muy agradecido, porque el Señor –que sabía de antemano mi respuesta- me ha tratado como a los apóstoles: ratificando su elección a pesar de mis debilidades.

Antes de terminar, permitidme una última palabra. La semana que acaba de concluir el papa Francisco ha concedido una entrevista al diario italiano Il Messagero, en la que vuelve a repetir algo que ha dicho en otras ocasiones: que no es que estamos en “época de cambios” sino que estamos en “cambio de época”; cambio que “alimenta la decadencia moral, política y financiera”. Estamos, pues, ante un gran reto y una gran oportunidad: el reto y la oportunidad de evangelizar este mundo que es el nuestro y el que Dios nos da para que lo salvemos.

Necesitamos poner toda nuestra esperanza en Dios, fiarnos plenamente de él, vivir con esperanza teologal y lanzarnos a hacer lo que podamos; dejando en las manos de Dios lo que no podamos, o creamos que no podemos hacer. Demos a Jesucristo los cinco panes y dos peces de nuestra pequeñez, y él se encargará de volver a repetir el milagro de la multiplicación para saciar a tantas almas que –en el fondo- lo que buscan es a Dios. No deseo concluir sin agradecer explícitamente a Dios a S. Josémaría Escrivá –saludo al Vicario del Opus Dei aquí presente-. Fue para mi una gracia que ratificó en todo momento mi condición de sacerdote diocesano, haciéndome querer intensamente al Ordinario del lugar y a los compañeros del presbiterio. Pongámonos todo bajo la protección de nuestra Madre, la Santísima Virgen, Estrella de la nueva evangelización. Pongamos en sus manos nuestras necesidades y nuestros proyectos e ilusiones. Y que Ella se los presente a su Hijo, para que él los trasforme en Eucaristía y se los ofrezca al Padre para gloria y alabanza suya.

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