Viernes Santo en la Pasión del Señor
Acabamos de escuchar el impresionante relato de la Pasión de Jesucristo según san Juan. Y, al escucharlo, puede parecernos que se trata de un acto de sufrimiento, de derrota y de humillación. Porque en el Crucificado se cumple al pie de la letra lo que nos decía el profeta Isaías en la primera lectura: Un Siervo inocente y sin pecado sufre terriblemente y es humillado en grado sumo. Hasta el punto de no tener “presencia ni belleza. Despreciado y evitado de la gente… al verlo se tapaban la cara”. Alguien, por tanto, humillado y reducido a una situación digna de lástima.
Sin embargo, la Pasión según san Juan tiene otra clave de lectura. Ella no edulcora los sufrimientos, los ultrajes y los desprecios de Jesús. Pero esos sufrimeintos, ultrajes y desprecios no son algo que los enemigos imponen a Jesús y de los cuales Jesús no se puede librar. No. Esos sufrimientos y desprecios han sido voluntarios. Los ha sufrido porque ha querido. Ha cargado con ellos como fruto de una doble decisión: cumplir la voluntad de su Padre que quería que salvara así a los hombres y manifestar el infinito amor que nos tiene. Ahora bien, sufrir lo indecible por amor y con absoluta libertad; entregar la vida pudiendo salvarla; morir por quienes se ama hasta el extremo, no es una derrota sino un triunfo y una glorificación.
Jesús había pedido al Padre al principio de la Última Cena: “Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo”. Ahora, en la Pasión, el Padre da la respuesta a esta petición. Porque, gracias a la Pasión, lo encumbrará por encima de todos y de todo, de modo que ante él tengan que arrodillarse todos y proclamar: “Jesucristo es el Señor”. El texto de Isaías ya lo había anunciado. A ese “Siervo” castigado a pesar de ser inocente y destrozado hasta límites inconcebibles, Dios le había prometido: “Mirad, mi Siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho”. El éxito y el crecimiento ha sido verdaderamente extraordinario: todos los hombres hemos sido liberados del poder del demonio, limpiados de nuestros pecados y puestos en el camino que conduce al cielo. ¿No es una gran gloria?
Pero san Juan ha ido más lejos. Ha querido subrayar que Jesucristo ha sido glorificado en su misma Pasión. Si en Getsemaní le detienen, es porque él se deja detener; pues, cuando dijo “Yo soy” el que buscáis, “todos cayeron a tierra”. Pilato le condenó luego a muerte. Pero no sin antes proclamar que es inocente y que no encuentra en él causa alguna para crucificarle. El letrero que ponen encima de la Cruz para indicar la causa de la ejecución es: “Jesús Nazareno, el Rey de los Judíos” Y la decisión de que no se cambie, pese a la insistencia de los miembros del Sanedrín, confirma y reconfirma que, efectivamente, es “el Rey de los Judíos”, aunque no terreno sino espiritual.
La misma muerte señala su señorío, pues ocupa el centro entre los tres ajusticiados y cuando vienen los soldados a romperle las piernas, no lo hacen, ya no es necesario, evitando que quede desfigurado, y le traspasan el costado con una lanza, abriendo una fuente de la que brotó sangre y agua. La sangre muestra que, al dar su propia vida, puede comunicar la vida precisamente en el sacramento de la sangre: la Eucaristía. El agua significa el don del Espíritu Santo. San Juan no ha querido aguardar a Pentecostés para hablar de este don: sabe que procede precisamente de la Pasión y de la Muerte de Jesús por nosotros.
Por si fuera poco, mientras está clavado en la Cruz y considerando que su Madre se queda sola en la vida, le da un discípulo que cuide de ella y un hijo al que ella deba atender. Un discípulo que es, en realidad, el representante de todos los discípulos que le seguirán a lo largo de los siglos. Jesús convierte a su Madre en la madre de todos los que él está redimiendo. ¿No es esto un gesto extraordinario de gloria y exaltación?
Queridos hermanos. Cuando meditemos la Pasión del Señor –algo que hay que hacer, porque la lectura frecuente de la Pasión ha hecho muchos santos- hemos de ver en el Crucificado el Siervo inocente de Yahvé, que fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes y hecho un varón de dolores por nuestros pecados. No debemos olvidar nunca que él soportó tantos dolores por nuestros pecados. Y hemos de sacar esta consecuencia: el pecado no puede tener ya nada que ver con nosotros. Y, si por debilidad caemos en pecado mortal, nos ha de faltar tiempo para ir a confesarnos y reconciliarnos. Hoy, mientras proclamamos la Pasión de Cristo, hemos de preguntarnos: ¿Me he confesado ya? ¿He ido a pedirle perdón y misericordia en el sacramento de la Penitencia?
Pero la lectura y meditación de la Pasión ha de llevarnos a descubrir y profundizar en lo mucho que Dios nos ama. Dios Padre nos quiere tanto, que ha entregado a su Hijo por nosotros; y el Hijo no ha podido hacer más por nosotros. La prueba de su “amor más grande” fue “dar la vida por los que se ama”.
Que nuestra Madre, la Santísima Virgen. Nos acoja, guarde y proteja como hijos. Y que nosotros no olvidemos nunca que Jesús nos la entregó como Madre, para que la queramos como buenos hijos.