El arzobispo invita a sus sacerdotes a revivir su entrega sacerdotal

por administrador,

 

Como es habitual en la diócesis en la mañana del Miércoles Santo, el arzobispo de Burgos, Francisco Gil Hellín, ha presidido la solemne misa crismal en la que los sacerdotes de la diócesis han renovado ante él las promesas que hicieron el día de su ordenación, esto es, «renovar la entrega, la disponibilidad, la alegría de ser amigos de Jesús, la alegría de consagrarle nuestras capacidades y nuestras limitaciones». El responder de nuevo ante el obispo el «sí» que dieron el día de su ordenación, ha permitido a los sacerdotes «volver a recorrer su itinerario presbiteral» y acrecentar su amistad con Jesús, tal como ha detallado el arzobispo en su homilía. Una homilía en la que el pastor de la diócesis les ha pedido, además, «recomponer nuestra vida de presbiterio» para que «nuestra fraternidad sacerdotal sea verdadera», superando así «la crítica y la murmuración de los unos contra los otros».

Sacerdocio, óleos y santo crisma

La Misa Crismal es la expresión del presbiterio de la diócesis, en la que los sacerdotes recuerdan su compromiso de servicio a los hombres en el marco de la Semana Santa y cercana la celebración de la Última Cena del Jueves Santo, día en que Jesús instituyó el sacerdocio. En esta solemne eucaristía, además de renovar las promesas sacerdotales, se bendicen los óleos que se utilizarán a lo largo del año en los sacramentos del bautismo y la unción de enfermos y se consagra el santo crisma, un aceite aromático símbolo de la pertenencia a Cristo, que se emplea en el bautismo, la confirmación, la ordenación sacerdotal y la consagración de basílicas e iglesias.

 

En la misa, además, los sacerdotes han hecho entrega del gesto solidario que, como presbiterio realizan cada año entorno a la Navidad. Este año la solidaridad de los sacerdotes diocesanos se ha traducido en los 13.544 euros que destinarán a la construcción de un salón de usos múltiples en la parroquia de Vileta y Cunagüa, en la diócesis del Ciego de Ávila, en Cuba.

Misa crismal

por administrador,

Homilía del arzobispo de Burgos · catedral, 1 abril 2015

La Iglesia quiere que en la misa Crismal recordemos de modo especial el misterio de nuestro sacerdocio ministerial. Como buena Madre, desea que nos pongamos al abrigo de la rutina diaria, que puede estropear algo tan grande y tan misterioso como es que Jesucristo quiera ejercer su sacerdocio por medio de nosotros. Por esto es bueno volver, una y otra vez, al momento en el que el sacramento del Orden nos trasformó en otro ‘yo’ de Cristo, y así personarle a él -actuar ‘in persona Christi’- en nuestro ministerio.

 

Recojamos la amable invitación de la Iglesia y tratemos de recordar, aunque sea de modo telegráfico, nuestro itinerario presbiteral.

 

Un día nos sucedió como a los primeros discípulos. Jesús pasó a nuestro lado, nos miró a los ojos, nos sonrío y nos dijo: Sígueme. Nosotros le seguimos con prontitud y entusiasmo. Más tarde, a medida que crecíamos en años y en formación, más de una vez tuvimos la misma sensación que san Pedro después de la pesca milagrosa. La vocación a la que nos había llamado era tan grande, que lo único que podíamos decirle era: “Apártate de mí, que soy un pecador”. Pero él nos confirmó como a Pedro y nos dijo: “te haré pescador de hombres. No tengas miedo. Yo estaré siempre contigo. Tú eres mío”. Y con esta confianza y convicción nos acercamos temblorosos a nuestro obispo para que nos impusiera las manos y nos convirtiera en sacerdotes de Jesucristo. En realidad, fue el mismo Jesucristo quien nos las impuso, por medio de su ministro; y fue él quien nos dio una participación real y verdadera en su sacerdocio ministerial.

 

Al  imponernos las manos, el obispo, como ministro de Cristo, nos dijo: “Ya no os llamo siervos sino amigos”. El Señor nos hizo amigos suyos, incluso institucionalmente. Nos encomendó todo; nos encomendó incluso a Sí mismo. De modo que podamos hablar, consagrar, perdonar y pastorear con su “Yo”. ¡Qué confianza! Se ha puesto en nuestras manos.

 

Queridos sacerdotes: en las palabras “Ya nos os llamo siervos sino amigos” se encuentra el sentido profundo de ser sacerdote: llegar a ser, de verdad, amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo. Tener amistad con Jesucristo, ser su amigo, implica comunión de pensamiento y de voluntad. Comunión de pensamiento no es algo meramente intelectual sino también una comunión de sentimientos. Querer lo mismo que él y no querer lo que él no quiere, en línea de lo que dice san Pablo a los Filipenses: “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús”.

 

Esto significa que tenemos que conocer más a Jesús leyendo y meditando la Palabra de Dios, sobre los cuatro evangelios. Una lectura que no sea sólo académica sino espiritual. Hemos de razonar y reflexionar sobre sus palabras y su modo de actuar, estando delante de él y hablando con él. La lectura de la Sagrada Escritura debe ser oración, debe brotar de la oración y debe llevar a la oración.

 

La oración es para un sacerdote tan necesaria como el  respirar. Porque sólo en la oración se desarrolla la amistad. Podemos trabajar hasta la extenuación. Pero nuestra actividad externa queda sin fruto y pierde su eficacia, si no brota de una profunda e íntima comunión con Cristo. Por eso, el tiempo dedicado a la oración, no sólo no es tiempo robado al ministerio pastoral sino que es la mejor muestra de un gran amor pastoral. Basta recordar estas palabras del oficio de pastores: “Éste es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo”.

 

Nunca meditaremos bastante sobre las palabras que Benedicto XVI escribió en la Introducción de su primera y gran encíclica “Deus caritas est”: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. Para ser apóstol, antes hay que ser discípulos. Y para ser discípulo no hay otro camino que conocer y tratar al Maestro y esto acontece, de modo eminente, en la oración. Ser amigo de  Jesús, ser sacerdote, significa, por tanto, ser hombre de oración. Ahí aprendemos a vivir, a sufrir y a obrar con él y por él.

 

Ahora bien, ser amigo de Jesús implica, necesariamente, ser amigo de sus amigos. La amistad con Jesús es siempre amistad con los suyos, especialmente con los que están más cerca de su corazón. Ser amigo de la Cabeza implica serlo del cuerpo. Por eso, hoy es un día para refrescar, reavivar y, si es necesario, recomponer nuestra vida de presbiterio. Sin fraternidad sacerdotal verdadera, no es posible verdadera amistad con Jesús. Y la fraternidad no es posible –como no se cansa de repetir el Papa Francisco- con la crítica y la murmuración de los unos contra los otros. Sepamos convivir con todos, acoger a todos, comprender a todos, disculpar a todos, ayudar a todos, cubrir las espaldas de todos.

 

Permitidme una última consideración. Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo con toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad y hambre de Dios. Pero no de un dios cualquiera sino del Dios que nos reveló Jesucristo con su Encarnación. Un Dios que nos amó hasta morir por nosotros y resucitó para darnos una vida que no morirá más. Este Dios debe vivir en nosotros y nosotros en él. Esta es nuestra vocación sacerdotal y la condición necesaria para que nuestro ministerio pueda dar fruto.

 

Dentro de unos momentos, vamos a renovar nuestros compromisos presbiterales. Renovar no es retomar algo que estaba en desuso sino renovar la entrega, la disponibilidad, la alegría de ser amigos de Jesús, la alegría de consagrarle nuestras capacidades y nuestras limitaciones. Renovar es confirmar un camino de fidelidad.

 

Que la Santísima Virgen nos lleve de la mano hasta Jesús y nos enseñe a ser amigos suyos de verdad y, así, entregarnos en cuerpo y alma a la misión. Amén.