Queridos hermanos: acabamos de escuchar tres textos con un único tema: la alianza que Dios ha hecho con nosotros. La lectura del Éxodo nos hablaba del establecimiento de la antigua alianza; la carta a los Hebreos presentaba el misterio de la redención como misterio de alianza; y el evangelio, nos hablaba de la institución de la Eucaristía como misterio de alianza.
La primera alianza se demostró ineficaz desde el primer momento. No por parte de Dios, que mantuvo siempre su compromiso de cuidar de su pueblo, protegerlo y salvarlo. Se hizo ineficaz, porque el pueblo rompió el compromiso de no tener otro Dios que Yahvé. Pues inmediatamente después de haber hecho la alianza se construyó un becerro de oro y le adoró como a su Dios.
El hombre quebrantó esta alianza porque era una alianza externa, una alianza que no se había establecido en su corazón. De hecho, el rito realizado por Moisés era un rito externo: tomó sangre de animales para establecer la alianza. Esto no cambiaba el corazón de los hombres, porque la sangre de los animales no tiene ninguna eficacia en el corazón humano, no puede realizar la unión con Dios. Era un rito simbólico, pero ineficaz: un rito que prefiguraba, aunque de modo muy imperfecto, el establecimiento de la verdadera alianza, que se realizaría por la sangre de Jesús.
Jesús realiza durante la Última Cena un gesto sorprendente: “Tomó un pan, pronunció la bendición y se lo dio diciendo: ‘Esto es mi Cuerpo’. Luego tomó la copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y dijo: ‘Esta es mi sangre de alianza, que se derrama por todos’”. Esto nos hace comprender que Jesús estableció la nueva alianza con su sacrificio. Este gesto ilumina todos los acontecimientos que tendrían lugar pocas horas después: su juicio inicuo, su flagelación, su condena a muerte, su enclavamiento en la cruz, su muerte.
Todos estos acontecimientos, aparentemente trágicos y negativos, adquieren en la Última Cena un sentido positivo: el de un don, una alianza, un amor victorioso. Gracias a la Eucaristía de la Última Cena, el acontecimiento de la Pasión y Muerte fue trasformado por Jesús en un acontecimiento positivo, en un acontecimiento en el que el amor vence al mal y a la muerte. Por eso, la Última Cena y la Eucaristía en la que estamos participando tienen una importancia extrema. Pidamos a Dios que nos haga cada vez más conscientes de que la trasformación que Jesús llevó a cabo en la Última Cena se sigue actuando en todas nuestras celebraciones eucarísticas. La nueva alianza, la alianza eterna de amor de Jesucristo por nosotros sigue haciéndose en todas las Eucaristías. También en ésta.
Participar en la Eucaristía es, por tanto, insertarse en un acontecimiento extraordinario de amor. Tan extraordinario, que lleva consigo dar la vida por amor. Si no nos insertamos en ese acto de amor de Cristo que da la vida por nosotros, estamos de cuerpo presente, pero realmente ausentes de la Eucaristía. No participamos realmente en ella; nos quedamos en la periferia, en unos ritos externos. Por eso, no es posible participar en la Eucaristía sin hacer propio el compromiso de amar a Dios y a los hermanos. Más aún, nadie se compromete tanto en el amor a los hermanos, como el que participa de verdad en la Eucaristía. Decir que la Eucaristía no compromete a nada o que no sirve de nada participar en la Eucaristía, es no haber comprendido el inefable misterio que ella encierra y no haber captado que la Eucaristía es el acto supremo de amor que ha tenido lugar en toda la historia de los hombres.
Aquí esta la razón por la que hoy, por ser el Día de la Eucaristía, es también el Día de la Caridad. Día por excelencia del amor a los hermanos, especialmente a los más necesitados.
Este año este amor tiene una connotación bien precisa: la reconciliación entre nosotros; la reconciliación entre los que estamos aquí y los que nos encontraremos luego en las plazas y calles; la reconciliación entre los que creemos en Jesucristo presente en la Eucaristía y entre los que no comparten nuestra fe; la reconciliación entre todos los españoles, sean del signo político, social y cultural que sean. Por desgracia, hemos desenterrado actitudes, gestos y comportamientos que parecían superados de modo definitivo y asistimos al enfrentamiento verbal y fáctico entre nosotros.
No os oculto que -como Pastor de la diócesis- me preocupa seriamente esta situación. Por eso, os hago un llamamiento apremiante a recorrer estas tres etapas. Primera, desterrar todos los odios, rencores, enfrentamientos verbales, calumnias, maledicencias, sospechas, desconfianzas apriorísticas. El odio es muy mala simiente y sólo produce la muerte: moral, física o social.
Segunda etapa. Vamos a comprometernos ante el Señor en crear un clima de aceptación del otro, de perdón generoso, de olvido de las ofensas –reales o supuestas-, de no ver en los demás enemigos sino hermanos. Para ello hemos de ser conscientes de que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa, que la unión hace la fuerza y la división y enfrentamiento destruyen y debilitan; y que la paz es siempre un bien, un gran bien, mientras que los enfrentamientos y la guerra -física, verbal y social- es siempre un gran mal.
La tercera etapa es unir nuestros esfuerzos y trabajar juntos para remediar la situación en que se encuentran tantos hermanos nuestros: paro prolongado y juvenil, hipotecas que no se pueden pagar, vivienda que hay que abandonar, soledad que hay que sufrir, abandono que hay que soportar, problemas familiares que es preciso remediar. Y tantas otras necesidades a las que es urgente dar respuesta.
En esta línea va el sobre que Cáritas os ha distribuido. Sed todo lo generosos que os permita vuestra situación.
Que Santa María la Mayor nos una en Jesucristo para que todos los burgaleses –y todos los españoles- volvamos a considerarnos y tratarnos como hermanos.