Todo cambia cuando Dios entra en la familia

Hay parejas que han tenido el privilegio de iniciar juntos un camino de conversión y han visto cómo Dios cambiaba por completo sus vidas. Es el caso de Patricia y Vicente, que a continuación cuentan su experiencia y lo que esto ha supuesto para su matrimonio y su familia.

 

Vicente y Patricia llevan cinco años casados y tienen dos guapísimas niñas llamadas Ariadna y María Fátima. Se conocieron en un grupo de música en el que él tocaba el bajo y ella entró para cantar. La relación fue asentándose y empezaron a salir, y por aquel entonces «no éramos ni creyentes ni nada, hacíamos la vida que se hace hoy en día, lo que está de moda».

 

Después de trece años juntos y de convivencia, en 2009 Patricia quedó embarazada de Ariadna. Durante esta etapa, personas cercanas a la pareja les insistieron en hacer un viaje a Fátima. Sin darle muchas vueltas, aceptaron realizar el viaje, «total, nos salía barato y así aprovechábamos las vacaciones antes de que naciese la niña». «Íbamos con mi madre y mi hermano –continúa–, así que pensamos que mientras ellos se dedicaban a rezar, nosotros hacíamos turismo». Pero una vez llegados al santuario, surgió la primera sorpresa: «Había gente llorando ante la Virgen, y de primeras me salía pensar que eran un poco idiotas, con perdón. No lo entendía», cuenta Patricia; sin embargo, «no lloraban de tristeza, sino por otro motivo». Entonces no sabían qué podía ser, pero empezaron a intuir que allí pasaba algo, y poco a poco empezaba a actuar sobre ellos. «Un día por la noche rezamos nuestro primer Rosario», animados por el hermano de Vicente.

Dios entra en la familia

A la vuelta del viaje, se sentían algo «tocados». Alguna vez que salían al monte a pasear a los perros, rezaban algún Rosario, «aunque rezábamos los avemarías de corrido, de una manera muy breve». Empezaron a acompañar a la abuela de Patricia a misa, en la parroquia de Fátima. Meses después, nació Ariadna y además, se casó un amigo que les pidió que fuesen a testificar a su parroquia, San José Obrero, para obtener los papeles que permitían el matrimonio. «Allí hablé por primera vez con un sacerdote que me resultó majo –cuenta Vicente– y cambió el concepto que tenía de los sacerdotes. Además, me dijo que a ver si nos casábamos». Pero casarse no entraba en sus planes, aunque sí bautizar a Ariadna, «aunque fuera por motivos tradicionales». Durante esa época y por trabajo, Vicente convivía con su hermano algunos días. Él es una persona religiosa, y Vicente le veía leer de vez en cuando un libro sobre Faustina Kowalska: «Yo le decía que dónde iba con semejante tocho y él me contestaba que era sobre una monja que hablaba con Dios. A mí me parecía ciencia ficción… me llamó tanto la atención que quise leerlo, y me entró curiosidad. Empecé a preguntarme cosas y a tener conversaciones más serias con mi hermano. Él me dijo que lo mejor que podíamos hacer era dejar entrar a Dios en la familia y que la mejor manera de hacerlo era casándonos». La pareja estuvo hablando y discutiendo este tema durante un tiempo, y al final llegaron a la conclusión de que si consideraban que era bueno para la niña el bautizo, «también sería bueno para nosotros casarnos».

 

Patricia y Vicente

 

Se casaron días antes del bautizo de Ariadna, y ese momento «dejamos a Dios entrar en nuestra vidas». Comentan que, desde su punto de vista, «conocemos el contraste porque hemos vivido la diferencia que hay entre vivir como pareja sin Dios, como familia sin Dios y como familia con Él». Un cambio que se ve en situaciones como aceptar las propias carencias, en aprender a no exigir al otro, a pedir perdón… una enseñanza que se nos transmitió es que jamás hay que irse a dormir sin pedirnos perdón. Eso sin Dios es muy difícil, y logras que la soberbia no se adueñe de la situación».

El valor de la comunidad

Recordando esos años, Vicente dejó la puerta abierta para que Dios entrase. Su madre y su hermano le invitaron a ir a un retiro y él, «en parte para que me dejasen en paz», se apuntó. Allí tuvo lugar una adoración nocturna y experimentó su primer encuentro con el Señor, «me cambió la vida». Al volver, «estaba feliz» y tanto sus amigos como Patricia le decían que parase de hablar de Dios, «que era un pesado». A partir de ahí, empezó a dar catequesis, y ambos entraron en el grupo de oración. «Allí descubrimos el valor de la comunidad. El Señor también se vive a través de los hermanos, no sólo es una relación personal».

 

El cambio ha sido tal que no hay punto de comparación. Su vida en la Iglesia es de compromiso y fidelidad; frecuentan los sacramentos de la eucaristía y la penitencia y de ellos han sabido sacar fuerzas para pedir perdón y tener paciencia en el día a día. Además, acuden a un grupo de oración con la Renovación Carismática y a la dirección espiritual. Ambos tienen palabras de agradecimiento hacia el sacerdote de San José Obrero que tanto les ayudó, Carlos Alonso.

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