Primera homilía de don Fidel Herráez Vegas como arzobispo de Burgos

Reproducimos a continuación la homilía que el arzobispo de Burgos, Fidel Herráez Vegas, ha pronunciado esta mañana en la misa de su toma de posesión como pastor de la diócesis · Catedral, 28 noviembre 2015

 

«Engrandece mi alma al Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador» (Lc 1,46-47)

 

Queridos hermanos todos:

 

Deseo que mis primeras palabras como Obispo de esta querida Archidiócesis de Burgos, cuyo cuidado pastoral la Iglesia me confía, sean las palabras de alabanza, bendición y acción de gracias del Evangelio que se acaba de proclamar.

 

Gracias a Dios Padre –Él, que da la vida a todo lo creado– por habernos llamado amorosamente a la existencia, eligiéndonos desde siempre para ser sus hijos, y derramando su misericordia de generación en generación.

 

Alabado sea Nuestro Salvador Jesucristo, Dios encarnado, entregado, muerto y resucitado para irradiar vida e inmortalidad por medio del Evangelio a cuyo servicio he sido llamado.

 

Bendito sea el Espíritu Santo que ha derramado el amor de Dios en nuestros corazones, que intercede por nosotros para pedir lo que nos conviene, que da vida y enriquece con sus dones a la Iglesia y viene en ayuda de nuestra debilidad.

 

Con un hondo sentimiento de gratitud también, quiero saludar a cuantos me estáis acompañando hoy en esta celebración.

 

Saludo con todo afecto al Sr. Nuncio de Su Santidad y le agradezco que nos acompañe hoy en esta Eucaristía. Deseo, Sr. Nuncio, que haga llegar al Santo Padre, nuestro querido Papa Francisco, mi profundo agradecimiento por la confianza que ha depositado en mí y el testimonio de mi cordial comunión y total adhesión a su persona y a su magisterio como Vicario de Cristo.

 

Saludo al Señor Cardenal Presidente de la Conferencia Episcopal Española y a los demás Cardenales aquí presentes; de modo especial al Cardenal Rouco Varela, Arzobispo emérito de Madrid, de quien recibí la ordenación episcopal y quien ha sido para mí, a lo largo de 20 años de estrecha colaboración como Obispo Auxiliar, maestro en amor a la Iglesia y en celo evangelizador.

 

Igualmente saludo a los Arzobispos y Obispos que, al acompañarme hoy aquí expresan visiblemente la fraternidad episcopal. Especial gratitud debo a Mons. Francisco Gil Hellín, que me ha precedido en la Archidiócesis, por su sincera acogida en todo momento y por los caminos que, a lo largo de más de 13 años de trabajo generoso, me deja abiertos para proseguir la tarea. También a Mons. Carlos Osoro le agradezco la fraterna relación que me ha ofrecido, en particular durante el último año que hemos compartido trabajando juntos en Madrid. Y a mis hermanos Obispos Auxiliares, Mons. César Franco, actual Obispo de Segovia, y Mons. Juan Antonio Martínez Camino, con quienes he caminado muy cercanamente, así como a Mons. Alberto Iniesta, con quien me siento muy unido, aunque hoy no pueda estar aquí.

 

Con verdadero afecto fraterno saludo a mis presbíteros de Burgos, con quienes deseo compartir estrechamente las tareas de evangelización. Igualmente a todos mis diocesanos (diáconos, seminaristas, Curia diocesana, religiosos y religiosas, comunidades contemplativas ¡tantas en la archidiócesis!, miembros de Institutos de vida consagrada, fieles laicos, familias, jóvenes…) los aquí presentes y los que puedan escucharme a través de los medios de comunicación; abrazo desde aquí a los ancianos, a los niños, a los enfermos, a los que cuidan de ellos…, a todos y a cada uno quiero que os llegue mi saludo y bendición en nombre del Señor.

 

A quienes habéis venido de fuera, desde Ávila donde nací y pasé mis años de niño, y los que, en mayor número, habéis llegado de Madrid, donde ha transcurrido mi vida desde los 10 años hasta hoy, gracias; muchas gracias a vosotros y a la Providencia que ha ido tejiendo a lo largo de los años tantos lazos de fe, de relación fraterna, de amistad y de comunión eclesial; al Consejo Episcopal y hermanos sacerdotes, al grupo numeroso de la Curia, seminaristas, amigos de la Asociación Católica de Propagandistas, amigos de Hermandades del Trabajo, amigos todos…, a todos y cada uno gracias de corazón.

 

Gracias también a vosotros, mi querida familia, porque me ayudáis y me hacéis sentir siempre vuestro acompañamiento y cercanía. Desde aquí envío un abrazo entrañable a mi madre, anciana, que no puede desplazarse pero sé que hoy me sigue y acompaña desde el corazón. También sé que lo hará mi padre desde el lugar de la Vida definitiva donde hace muchos años fue llamado por Dios.

 

Quiero tener igualmente un saludo respetuoso y cordial para las autoridades nacionales, provinciales y autonómicas que nos acompañan; a la corporación municipal de la ciudad de Burgos, presidida por el Excmo. Sr. Alcalde, y a las autoridades militares y académicas. Desde ahora les ofrezco mi lealtad para colaborar como Obispo en lo que se refiera al bien común y al bienestar social y espiritual de nuestro pueblo.

 

No quiero dejar de saludar también cercanamente, dándoles las gracias, a los representantes de los diversos medios de comunicación, que están haciendo llegar esta celebración más allá de esta impresionante Catedral.

 

¡Cuántos motivos de acción de gracias para ponerlos hoy en esta liturgia de alabanza a Dios, cuya misericordia no tiene límites, como hemos rezado en la oración inicial!

 

Por la misericordia de Dios y porque Él así lo ha querido en su providencia amorosa, estoy hoy aquí, con vosotros y para vosotros. Con vosotros como un discípulo más de Jesucristo, y para vosotros como Obispo, con el encargo de llevar adelante la misión pastoral que se me ha encomendado en esta porción del pueblo de Dios, en Burgos, con el que camino desde hoy. Os confieso que siento un profundo respeto al llegar a esta diócesis de antiquísima historia, de profundas raíces cristianas, plasmadas a través de los siglos en esas catequesis esculpidas, como piedras vivas, en esta Catedral y en su extraordinario patrimonio artístico; una diócesis de rica tradición cultural, camino de peregrinos hacia Santiago, que imprimen a su paso huellas de fe y de búsqueda de Dios; una diócesis con tantos frutos de vida cristiana en sus santos y en sus mártires de todos los siglos, pero también de la historia más reciente que nos va a ofrecer el gozo de la pronta beatificación del sacerdote burgalés D. Valentín Palencia Marquina y los cuatro jóvenes que murieron, martirizados, con él.

 

Por eso, al llegar a esta diócesis, -os digo- siento un profundo respeto y me veo indigno y pequeño; no son palabras vacías, os lo digo en verdad y de corazón. Pero Dios me ha conducido hasta aquí, para ser un humilde eslabón más de la cadena apostólica; y apoyado en Él, en la comunión de la Iglesia y en vuestra oración, vengo a insertarme, con gozosa esperanza, en la corriente fecunda de la historia de esta Iglesia diocesana, que Dios quiere que sea historia de salvación. Sé también que llego a una diócesis viva, generosa, que ha dado a la Iglesia copiosas vocaciones y numerosos misioneros, rica en carismas y con abundantes logros pastorales por los que tenemos que dar muchas gracias a Dios. Pido al Señor que me haga capaz de alentar más y más esa vida de la diócesis; y esto con todos vosotros y fuertemente unidos a Jesucristo, que por su acción salvadora ha venido al mundo y está entre nosotros para que tengamos vida y vida en abundancia (cf Jn 10, 10).

 

Estas palabras de Jesús inspiraron el lema de mi ordenación sacerdotal y posteriormente de mi ministerio episcopal: «Para que tengan vida”. Sólo el Señor da la Vida. Él es quien se abajó no sólo para devolvernos la vida perdida por el pecado, sino para elevar nuestra vida hasta la máxima plenitud de lo humano, y para hacernos partícipes de la misma Vida de Dios. Sólo Él es la fuente de agua viva, “un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14). «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). Al servicio de esta misión, vosotros y yo vamos a caminar juntos, unidos en la voluntad del Señor para colaborar con Él en la edificación de esta Iglesia de Burgos, que es suya.

 

La Palabra de Dios que se nos ha proclamado, en el fragmento de la Carta a los Efesios,  nos presenta a Pablo, orando por aquella comunidad, de rodillas, ante Dios Padre: “pidiéndole, les dice, que os conceda ser robustecidos por medio del Espíritu en vuestro hombre interior; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que el amor sea vuestra raíz y vuestro único cimiento” (Ef 3,17). También yo quiero pedir para esta comunidad diocesana un espíritu interior fuerte; y, sí, que sigamos poniendo el amor como raíz y sólido cimiento.

 

“Dios es amor» (1Jn 4, 8). Esta breve pero expresiva frase encierra la esencia misma de Dios: una comunión de amor entre las divinas personas de la Trinidad, que nos habita, que no permanece encerrada en sí misma. En la persona del Señor Jesús es donde descubrimos el horizonte pleno del Amor. Optar por Él significa optar por el amor. Y optar por el amor implica salir al encuentro de los demás. En un mundo donde con frecuencia la falta de amor parece imponerse sobre la vida humana, donde las lacerantes rupturas que aquejan a la humanidad son cada vez más profundas, se alza el urgente desafío de ofrecer una respuesta desde el amor. Construir la civilización del amor, la globalización del amor, como nos dice el Papa Francisco, es nuestra tarea. Jesús con su vida ha puesto nombre y matices concretos a su amor: es amor de gracia, misericordioso y de perdón; es amor no excluyente, que busca y acoge a los pecadores; es amor de servicio, humilde, universal. Es el amor de Cristo que nos apremia (2Cor 5,14) y nos mueve a vivir la solidaridad y el servicio desde el compromiso auténtico con toda persona, con cada hermano.

 

Al amor misericordioso, tierno y compasivo de Dios nos ha acercado también hoy su Palabra con el Salmo del Buen Pastor.“El Señor es mi Pastor, nada me falta”, hemos repetido con la antífona, afirmando lo que también para nosotros es una experiencia de Dios.

 

¿Qué nos dice este salmo 22? Que Dios nos acompaña siempre con su bondad y misericordia; siempre, en cualquier lugar, momento y circunstancia de nuestra vida, si nos dejamos acompañar por Él; en el corazón del Salmo se escucha la voz gozosa del salmista: “Porque tú estás conmigo”… El Señor, al acompañarnos, nos conduce, nos conoce,  nos quiere hasta dar la vida por nosotros. Nos ha prometido su presencia y cercanía hasta el final de los tiempos. En la medida en que permanecemos en fidelidad con ese Pastor Bueno, nuestro corazón se ensancha y se ve rodeado de una paz que no engaña: “Tu vara y tu cayado me sosiegan”.

 

Al venir hoy aquí como sencillo Pastor vuestro, entiendo y vivo interiormente con mucha fuerza que «el Señor es mi Pastor», el único Pastor; que es Él quien me pone a vuestro servicio. Y mi servicio entre vosotros consiste en ayudaros con la autoridad de Cristo Cabeza y su estilo de Buen Pastor a ser dóciles a la acción de Dios, único constructor de nuestra Iglesia diocesana. Deseo y quiero que pidáis que se cumpla en mí la promesa de Dios en palabras del profeta Jeremías: «Os daré pastores según mi corazón» (Jer 3, 15). Que en el encuentro con todos y cada uno de vosotros sepa acompañar y compartir, escuchar y proclamar, confirmar y corregir, vendar y perdonar y, sobre todo amar, amar y servir. San Agustín llama al ministerio episcopal officium amoris, oficio de amor (cf. Jo. Ev. Tr. 123,5), que no es otro que dar la vida por aquellos que el Señor nos confía. Él sabe que deseo cumplir cada día callada y sencillamente con este “oficio de amor”, para que la entrega de mi vida, que es de Dios y es vuestra, llegue a todos, especialmente a quienes más necesitan de la cercanía de la Iglesia y del Señor, el Buen Pastor.

 

En el pasaje de la Visitación proclamado en el Evangelio, contemplamos a María que, después del anuncio del Ángel,  sale presurosa al encuentro de Isabel. Sabe que algo extraordinariamente único está ocurriendo, pero no se preocupa de ella misma, y empujada por el misterio de amor, que acaba de acoger en su seno, se pone en camino para servir. Isabel alaba a María. Y María responde con un canto de alabanza, el Magníficat, que es un canto al Dios que llena su corazón: proclama con alegría que Dios es grande, que es el Dios de los sencillos, que ha mirado la pequeñez de su sierva, que Dios elige lo pobre, lo débil, lo frágil, lo irrelevante (cf,. 1Cor 1,27-31) para manifestar su poder y su misericordia. El Dios que canta María es el Dios que se vuelca a favor del pobre, del hambriento y humillado; es el Dios que ama al mundo y lo redime. María se identifica con Él y con un tono profético anticipa el mensaje de las bienaventuranzas. Cantar el Magníficat de Nuestra Señora nos abre caminos de esperanza, pero sólo si con un corazón pobre como el suyo estamos abiertos a la acción de Dios y a las necesidades de un mundo hambriento de justicia y fraternidad.

 

Con la mirada puesta en María, que se pone en camino, comienzo hoy con vosotros, en esta diócesis de Burgos,  mi ministerio episcopal. Mi única pretensión entre vosotros como sucesor de los apóstoles es proclamar a tiempo y a destiempo el Evangelio de Jesucristo, gracias al cual Dios fortalecerá, consolidará y santificará a su Iglesia en Burgos, la librará de miedos y temores y de todo tipo de tentaciones, para hacerla avanzar con la luz de la verdad y urgida por la caridad, en medio de las realidades humanas, de las angustias y esperanzas de nuestro tiempo. Nuestra fuerza no está fuera de nosotros, ni está en la acomodación al pensamiento dominante, débil e inconsistente, para ser más o menos aceptados. Nuestra fuerza es Cristo y su Evangelio, fuerza y sabiduría para los que creen en Él (cf. 1Cor 1,18).

 

No traigo ningún plan pastoral preconcebido. He conocido el que está en marcha en la diócesis -“Seréis mis testigos”- , y pondré todas mis energías en impulsarlo. Seguiremos haciendo que la Palabra de Dios resuene, que se conozca a Jesucristo, que nos conozcan a sus seguidores por la esperanza del Evangelio, por la felicidad de las bienaventuranzas y por la paz del corazón cuando está lleno de Dios. El Papa Francisco invita a cada diócesis a la “conversión misionera”, es decir, a salir de la propia comodidad y a atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio.

 

Quiero que con el plan pastoral pongamos este año un acento especial en anunciar con palabras y obras la misericordia del Señor. Nos uniremos así a la Iglesia universal en este Año Santo de la Misericordia que el Papa ha convocado. Vamos a vivir la misericordia como una expresión visible y tangible del amor cristiano en este Año Santo. Desde ahora os invito a hacer de esta Iglesia de Burgos “casa y escuela de misericordia”, Iglesia sensible y atenta a quienes más nos puedan necesitar, a los ancianos, a los niños, al dolor de nuestros hermanos en cualquier situación de pobreza, de enfermedad, de soledad, de carencia de Dios. He querido que la liturgia que estamos celebrando sea la de Santa María Reina y Madre de Misericordia. A ella le pedimos en esta celebración que nos conceda ser misericordiosos con nuestros hermanos para poder alcanzar la misericordia del Señor.

 

Queridos hermanos: vosotros y yo estamos unidos por la misma tarea.”El Obispo, dice la “Evangelii gaudium”, debe fomentar la comunión misionera en su Iglesia diocesana, siguiendo el ideal de las primeras comunidades cristianas donde los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma”(EG, 31). Nuestra diócesis, por regalo de Dios, es muy rica en carismas, agraciada por los dones que el Espíritu “concede a cada uno para el bien común” (1Cor, 13-14). Vamos a caminar juntos, en la comunión de la Iglesia. Estoy a vuestro servicio. Cuento con todos vosotros. Os doy las gracias desde hoy:

 

Gracias, queridos sacerdotes, que sois ya mi presbiterio; vosotros, que por la imposición de las manos participáis plenamente de la misión de Cristo. Dios no nos pide milagros en la evangelización. Pide fidelidad, oración, entrega sacerdotal, humildad y mucho amor a todos para que en vuestra vida perciban el cuidado de la Iglesia y la cercanía de Dios. Gracias también a los diáconos y seminaristas, que respondiendo a la llamada del Señor, son para nuestra Iglesia una gozosa esperanza.

 

Gracias a todos los religiosos, religiosas, institutos seculares, otras formas de la vida consagrada, sociedades de vida apostólica… Sois anuncio profético del Reino con la radicalidad de vuestra entrega y el testimonio de un amor fiel a Jesucristo. Sé que en los diversos lugares y campos de trabajo donde estáis presentes, según vuestro carisma, anunciáis a Jesucristo y lleváis la fuerza transformadora y sanadora del Evangelio.

 

Gracias queridos monjes y monjas de los monasterios contemplativos. Proclamáis con la oblación  de vuestra vida, el silencio y la oración, que sólo Dios es lo único necesario. Y porque solo Dios puede cambiar los corazones, necesitamos que sostengáis los trabajos pastorales con vuestra plegaria y con vuestra vida escondida con Cristo en Dios.

 

Gracias queridos fieles laicos, familias, jóvenes, movimientos y asociaciones… Con el testimonio de vuestra vida cristiana, el Evangelio se hace presente en muchos espacios de la sociedad, en la cultura, en la calle, en la vida cotidiana. La Iglesia os necesita audaces y valientes para vivir y contagiar en los distintos ambientes los valores del Evangelio.

 

Gracias a todos. Encomendadme a Dios y encomendadle el ministerio episcopal que hoy comienzo entre vosotros. Me pongo y os pongo bajo la protección de Santa María la Mayor, titular de esta catedral y patrona de la diócesis y bajo la protección también de los Santos patronos de la Archidiócesis, con la plegaria confiada del Salmo 143:

 

“En la mañana hazme escuchar tu gracia,

ya que confío en ti.

Indícame el camino que he de seguir,

Pues levanto mi alma a ti” (Sal 143,8).

 

Amén.

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