Hospederías, un viaje interior
Ruido, prisa, incluso asfixia. Hiperconexión digital, saturación informativa, abandono del yo más profundo y también distanciamiento de la trascendencia. Quien más, quien menos, vive hoy inmerso en una sociedad estresante que puede llegar a hacerse insoportable. Algunos hacen el parón en un balneario o en un lujoso spa, recurren a un retiro de yoga o en unas cuantas sesiones de mindfulness, pero otros muchos prefieren renunciar a algunas comodidades de las que supuestamente disfrutan día a día y hallan su remanso de paz, y se encuentran «consigo mismos, con Dios y con el prójimo», en el silencio de un monasterio.
En nuestra diócesis más de una decena de monasterios cuentan con hospería, una tradición secular que hunde sus raíces incluso en la propia regla de algunos de ellos, como los Benedictinos, que, según la línea marcada por san Benito (regla 53), abren sus puertas «para acoger a las personas y su propio corazón como al mismo Cristo». Al huésped no le esperan excesivas comodidades, habitualmente habitaciones austeras pero mucho más que dignas (por supuesto sí con calefacción, y casi todas con su baño completo y su mesa de trabajo), pero eso sí, una comida casera que todos alaban. Cada día, uno mismo tendrá que ocuparse del arreglo de su habitación, aquí no hay camareras de piso, suele requerirse la colaboración en el comedor e incluso se invita a participar en el cuidado de la huerta u otras labores de la comunidad. Pero si cada año pasan cientos de personas por estos peculiares albergues (algunos llevan repitiendo 30 años en el mismo monasterio), algo encontrarán o, quienes prueban por primera vez, algo andan buscando.
La mayoría de los huéspedes acuden a estos alojamientos en busca de un encuentro más íntimo con Dios, pero el abanico de perfiles es inmenso: solteros y casados de todas las edades, sacerdotes, parejas, grupos, e incluso familias, en algunos casos, dependiendo de las posibilidades de las instalaciones y las normas del lugar. El denominador común es la búsqueda de un espacio y un tiempo de sosiego, ya sea desde una visión creyente o no, para hallar un ambiente de reflexión y una calma interior que difícilmente se encuentra fuera.
Salvo excepciones, donde la posibilidad de dar alojamiento a los turistas se ha visto como una oportunidad para que la economía de los monasterios pueda sostenerse, las comunidades suelen advertir que su hospedería «no es un restaurante, ni una casa de descanso, ni un punto de partida para hacer turismo, ni un hotel». Son lugares que proporcionan un clima de paz que favorezca la búsqueda y la calma interior y donde se ofrece, a todo el que lo precisa, un acompañamiento espiritual.
En los claustros burgaleses se entremezclan tantos perfiles como en un andén de metro: opositores que necesitan un parón, personas que acuden para pasar su duelo por un ser querido, otras que se apartan para sanar una herida sentimental, un desengaño amoroso, estudiantes que intentan rematar su trabajo de fin de grado… Y por supuesto, los que buscan un mayor acercamiento a Dios, aunque en su día a día vivan la fe, aquellos que la dejaron un poco olvidada y ansían el reencuentro e incluso los que dan así su primer paso hacia el discernimiento vocacional.
Cada monasterio tiene sus pecularidades: la hospedería de Silos por ejemplo, solo admite a hombres. Lo que todas ofrecen es algo que ni el mejor balneario puede ofrecer: la posibilidad de respirar un ambiente de paz, de sosiego y silencio, y de compartir por unos días los valores de la vida monástica. Por supuesto, a nadie se obliga a participar en los oficios religiosos, aunque la mayoría de los huéspedes sí acuden a las eucaristías y al rezo de algunas de las horas litúrgicas (habitualmente, no más allá de las vísperas, hacia las 7 de la tarde, y bastantes de ellos a las completas, después de la cena). Después… a orar, a reflexionar o a dormir con la serenidad que no podrían conseguir en un hotel de cinco estrellas.